Un nuevo y sorprendente sistema represivo

Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

        Como ya hemos señalado, la Iglesia católica reitera que la verdad se impone solo por la fuerza de la misma verdad, que penetra con suavidad y firmeza en las almas, y que la conversión a la fe, o la vocación a una determinada institución de la Iglesia, debe proceder de un don de Dios que solo puede ser correspondido con una decisión personal y libre, que ha de tomarse siempre con entera libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo.

        En este sentido la tradición cristiana habla desde muy antiguo de propagar la fe y de hacer proselitismo, para referirse al celo apostólico por anunciar su mensaje e incorporar nuevos fieles a la Iglesia o a alguna de sus instituciones.

        Sin embargo, en los últimos decenios ha comenzado a difundirse otra acepción de ambos términos, que suele asociarse a actuaciones en las que, para atraer hacia el propio grupo, se usa de violencia o de coerción, o de algún modo se pretende forzar la conciencia o manipular la libertad de los demás. Esos modos de actuar, como es obvio, resultan ajenos por completo al espíritu cristiano y son totalmente reprobables.

        Pero el deseo de propagar la propia fe, o de hacer proselitismo, en su sentido clásico y despojados de todas esas connotaciones negativas que hemos señalado, son cosas muy legítimas. Si negáramos a las personas su libertad de ayudar a otras a encaminarse hacia lo que se considera la verdad, caeríamos en una peligrosa forma de intolerancia.

        Es preciso respetar -dentro de sus límites propios- la libertad de expresar las ideas personales, y la libertad de desear convencer con ellas a otras personas.

        Al fin y al cabo, es algo que está -entre otras cosas- en la esencia de lo que es la educación, la publicidad o el marketing, y es un derecho básico cada vez más reconocido, tanto desde instancias jurídicas como sociológicas.

        Por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo condenó hace unos años al Estado griego por conculcar este derecho, y recalcó que la libertad de enseñar la propia religión no implica solamente manifestarla colectivamente, en público y en el círculo de los que comparten la propia fe, sino que comporta en principio el derecho de intentar convencer a otros, pues sin esa posibilidad, la libertad de cambiar de religión o de convicciones correría el peligro de quedar en letra muerta.

        La libertad religiosa pertenece a la esencia de la sociedad democrática y es uno de los puntos fundamentales para verificar el progreso auténtico del hombre en todo régimen, sociedad o sistema. Cualquier atentado -directo o consentido- del poder contra la libertad religiosa es siempre síntoma de un totalitarismo, más o menos velado, en la vida intelectual.

        Conculcar el derecho a expresar o propagar las propias ideas o creencias religiosas sería entrar de nuevo en un peligroso sistema represivo, propio de regímenes autoritarios, en los que se restringe la libertad religiosa como si fuera algo subversivo.

        Sería un intrusismo del Estado en un ámbito donde la tolerancia religiosa reclama siempre una libre discusión, un libre debate y una libre aceptación.