Cómo no acabar en la ley de la selva

Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

        Voltaire se plantea en un determinado momento una pregunta crucial: ¿por qué no he de hacer a otros lo que no querría que me hicieran a mí, si yo, haciendo eso, salgo ganando?

        Para resolverlo, no duda en acudir a la idea de un Dios remunerador que castigará después de la muerte todos los delitos, también los ocultos. Voltaire pensaba que es tal la debilidad y perversidad del género humano, que necesita de la religión como freno en su maldad: "en todas partes donde exista una sociedad establecida –decía–, es necesaria una religión, pues las leyes vigilan sobre los crímenes conocidos, pero la religión lo hace también sobre los crímenes ocultos".

        Pensaba Voltaire que si no se cuenta con Dios, no hay forma de evitar que la ley del mundo de los hombres acabe por ser la ley de la selva, la ley del más fuerte: "No querría vérmelas con un monarca ateo –explicaba– porque, en caso de que se le metiese en la cabeza el interés en hacerme machacar en un mortero, estoy bien cierto de que lo haría sin dudarlo. Tampoco querría, si fuese yo soberano, vérmelas con cortesanos ateos, que podrían tener interés en envenenarme; necesitaría tomar cada día antídotos de todo tipo. Es, pues, absolutamente necesario para todos que la idea de un Ser Supremo, creador, gobernador, remunerador, esté profundamente grabada en los espíritus".

        Voltaire se separó así completamente de Bayle –considerado como el iniciador del iluminismo francés–, que había defendido la tesis de que una sociedad de ateos puede perfectamente subsistir en paz y concordia. Voltaire consideraba imprescindible el freno moral de la religión, y para reforzar la tolerancia acepta –por su simple utilidad práctica– un concepto de Dios impersonal y genérico.

        Como ha señalado Fernando Ocáriz –cuyo estudio sobre el Tratado seguimos en estas páginas–, esa instrumentalización de Dios va llevando a Voltaire, poco a poco, a un gran escepticismo. Voltaire no postula propiamente la tolerancia del error (tolerancia que, ciertamente, puede y debe existir con frecuencia), sino la tolerancia como actitud exigida por la imposibilidad de llegar a la verdad: una tolerancia universal entendida como indiferencia, y fundamentada en el supuesto de que no existe la verdad ni el error, sino solo opiniones.