Los globos de don Abundio
Arturo Guerra, LC
Aquella joven de blanco

        Don Abundio ya tenía el pelo blanco. Su vida se le iba arrastrando por las calles y las dos plazas del pueblo un carrito destartalado lleno de globos.

        Y es que sus globos eran su vida. Sólo los niños forasteros de aquel pueblo podían decir que en sus fiestas de cumpleaños habían faltado los globos de don Abundio. Tenía globos para todos los gustos: uno tenía forma de espada, otro era tan gordo que casi asfixiaba a los demás, otro más lucía el color más chillón del mercado…

        Lo curioso de este don Abundio, globero profesional, era que nunca vendía su producto. Lo rentaba.

        En su ya larga experiencia en el trato con los globos, don Abundio sabía que un globo necesitaba ayuda antes, durante y después de la fiesta. En sus viajes por otros pueblos, a don Abundio le dolía encontrarse con globos abandonados a la mañana siguiente de la fiesta. Es cierto que tan sólo unas horas antes, aquellos globos se encontraban briosos, elegantes, y muy decididos a escalar las alturas, pero al paso de las horas se ponían tristes, aparecían enclenques a medio inflar y cedían poco a poco a la ley de la gravedad… Así que don Abundio cuidaba sus globos; los conocía uno por uno; y, de cinco o seis de ellos, corría el rumor de que habían amenizado ya 500 fiestas de cumpleaños cada uno. Era tanto su amor por los globos que don Abundio llegaba incluso a adoptar globos abandonados de otros pueblos.

        Cuando rentaba sus globos para alguna fiesta, se encargaba de todo. Los colocaba en los lugares donde más podían lucir. Unos los pegaba, otros los amarraba, otros los dejaba sueltos contra el techo. A medida que la fiesta avanzaba y antes de que empezaran a desinflarse, don Abundio discretamente entraba con su carrito, en el que llevaba siempre un par de tanques de gas fresco, y daba un repasito a cada globo para que amanecieran todos bien. A la mañana siguiente venía por ellos para seguir cuidándolos y preparándolos en su taller para la siguiente ocasión…

        Algo así nos puede suceder a los humanos. En realidad nos parecemos a los globos porque sentimos en el corazón una fuerza que constantemente nos propulsa a las alturas, pero a su vez nos damos cuenta de que esa fuerza se desgasta con el paso del tiempo y que si no contamos con alguna fuente de renovación terminamos desinflados. Percibimos la hermosura de una vida generosa y que busca siempre el bien, y casi al mismo tiempo como que una fuerza misteriosa intenta arrastrarnos hacia el egoísmo disfrazado de paraíso de delicias.

        Así que necesitamos de algún buen don Abundio que nos quiera y nos cuide. Si nos dejamos a nosotros solos, sin la ayuda de nadie, pronto seremos como esos globos enclenques a medio inflar que terminan lamiendo el suelo.

        El Señor es nuestro Don Abundio. ¡Cuántas ganas y cuánto cariño pone nuestro buen Dios a la hora de cuidarnos! El problema es que a veces somos globos rebeldes que se las ingenian para escaparse del carrito de nuestro Dios, y presumiendo de libertad nos vamos solos a alguna fiesta de cumpleaños distinta a la pensada por nuestro Don Abundio… En las primeras horas la cosa parece que va bien, pero siempre sucede lo mismo: cuando el sol empieza a salir, estamos ya desinflados, tristes y sin ayuda.

        Yo creo que es a través de sus sacramentos y de la oración, como el Señor puede mantenernos en forma. Si huimos de la oración y nos alejamos de sus sacramentos, pronto nuestra alma se convertirá en ese globo triste a medio inflar.

        Señor, ínflanos con cariño cada mañana, para que podamos sembrar generosidad y alegría a nuestro alrededor cada día, y para que cuando llegue ese momento –que sólo tú conoces– en el que cortarás el último hilito que nos amarraba a este mundo, tendamos briosos y entusiastas a las alturas para encontrarnos contigo...