Cada nave debe izar su propia bandera

Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

        Aristóteles decía que la buena educación consiste en acostumbrar a los niños desde su más tierna edad a alegrarse o entristecerse, sentir amor u odio, precisamente por lo que es digno de amor u odio.

        La educación abarca todas las dimensiones de la persona, y al menos en sus primeras etapas necesita desarrollarse dentro de un marco de coherencia. Si en las edades escolares se reciben habitualmente en la escuela mensajes educativos difícilmente conciliables con los recibidos en la familia, el resultado suele ser una educación con abundantes contradicciones internas.

        En edades posteriores, hay quizá una mayor capacidad de asumir mensajes y criterios contradictorios, pero en edades tempranas el resultado suele ser la descalificación de uno de los ámbitos (lo escuchado en la escuela o lo escuchado en la familia), o bien el escepticismo, o una confusa agregación de ideas incompatibles, que vienen a formar en su cabeza un resultado final fragmentario, falto de maduración y de reflexión personal, y cuajado de incoherencias en la personalidad y en los valores.

        Si entendemos por educación algo más que un simple servicio de instrucción, a cargo del Estado, sobre los conocimientos mínimos que debe adquirir un ciudadano, parece muy necesario facilitar que haya complementariedad y coherencia entre la educación que se imparte en la familia y en la escuela.

        Por esa razón, es importante que el Estado deje una amplia autonomía a los ciudadanos para crear instituciones educativas, y facilite después que los padres puedan elegir la que consideren más adecuada para sus hijos. Es algo que por fortuna está ya felizmente asumido en muchos países: basta con superar el prejuicio de considerar que solo el Estado sabe gestionar el interés público y atender sus necesidades.

        —Pero el Estado tiene una serie de deberes y obligaciones en lo referente a la enseñanza, supongo.

        Por supuesto, y no debe abdicar de su grave responsabilidad en este campo. Pero nunca ha sido buena solución establecer un fuerte intervencionismo estatal en materia de educación. Los objetivos prioritarios de unos poderes públicos preocupados por la justicia en el campo educativo deberían ser fundamentalmente dos: igualdad de oportunidades y fomento del pluralismo en las instituciones educativas.

        El monopolio estatal de la enseñanza impediría el necesario y legítimo pluralismo. La sociedad civil debe tomar el protagonismo que le corresponde, pues no hace ninguna falta que el Estado se proponga tener en su plantilla a todo aquel que quiera dedicarse a la noble y necesaria tarea de enseñar.

        Es preciso respetar el derecho preferente de los padres a elegir centro educativo para sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones (así lo recuerda el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), y una efectiva libertad para elegir escuela exige facilitar el acceso a la enseñanza de iniciativa privada y diversificar las escuelas estatales.

        Además –como señala José Manuel Cervera–, someter la enseñanza a la ley de la oferta y la demanda parece tener ventajas claras; mientras que el monopolio de las escuelas estatales en sus zonas presenta un inconveniente básico: esos centros tienen un público cautivo y el presupuesto asegurado, con independencia de que mejoren o empeoren, o de que los alumnos aprendan o no.

        Es preciso que los padres –o los propios hijos, cuando ya son mayores– puedan elegir el centro más acorde con su modo de pensar y de entender las cosas. Eso sí, la integridad exige que las cosas se llamen por su nombre, y no sería correcto que una escuela se especializara en formar escépticos bajo la bandera de la neutralidad: cada nave debe izar su propia bandera.