El fracaso de Summerhill

Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

        El famoso internado británico Summerhill, escuela que ha sido el buque insignia de la educación tolerante y anti-autoritaria, ha sido noticia a lo largo de estos últimos años por sus repetidas amenazas de cierre debido al bajo rendimiento de sus escasos sesenta alumnos.

        Summerhill, fundado en 1921 por Alexander Neill, tuvo un espectacular auge en la década de los sesenta, pero después fue perdiendo gradualmente alumnos hasta quedar semidesierta.

        Su método pedagógico era realmente peculiar: no había exámenes ni calificaciones, la asistencia a clase era voluntaria y la vida del centro se regía en gran medida de modo asambleario por los propios alumnos.

        El caso es que los alumnos del internado de Summerhill no salían de él bien preparados. Apenas iban a clase, y su formación académica y humana presentaba –según un informe del Ministerio de Educación británico– asombrosas deficiencias.

        El intento de aquella escuela por educar en la tolerancia y erradicar el autoritarismo merece todos los elogios. Sin embargo, sus resultados mostraron que en el planteamiento de fondo había mucha ingenuidad.

        El fracaso de esta escuela británica viene quizá a recordar –muy en contra de las previsiones de su fundador– el fracaso del permisivismo, y el hecho de que toda persona ha de aprender a esforzarse seriamente si de verdad quiere conseguir cualquier objetivo valioso en su vida. Y sobre todo en esas primeras etapas de la infancia y adolescencia en las que se va conformando el carácter.

        Por otra parte, para aprender a esforzarse seriamente en algo, resulta muy práctico procurar sujetarse –libremente, pero sujetarse– a un plan exigente. Y esto es así porque hacer lo que uno entiende que debe hacer supone muchas veces un esfuerzo considerable. Por eso, una educación responsable ha de llevar a plantear –o plantearse– un alto nivel de exigencia personal.

        Y eso no significa ningún atentado contra la tolerancia, sino simplemente saber lo que es educar.

        No tendría mucho sentido, por ejemplo, partir de la idea de que lo óptimo es dar todas las facilidades para actuar mal si uno quisiera, con la excusa de que así la opción por el bien sería más plenamente libre y meritoria. Tan inadecuada sería una asediante y habitual privación de libertad como dar ingenuamente facilidades para elegir el mal.

        En el camino de cualquier proceso formativo o educativo es de gran importancia facilitar prudentemente la buena elección. No hay educación ni formación sin una cierta constricción, y por eso no hay que escandalizarse de que haya reglas y normas, que expresan precisamente el tipo de educación que uno libremente ha elegido.

        Por ejemplo, si colocamos un vaso de ginebra delante de una persona alcoholizada, probablemente no podrá evitar tomarlo. Quizá presuma de ser persona liberada, pero parece más bien haber perdido una gran cuota de libertad de elección, pues sus decisiones son cada vez menos libres.

        Hay restricciones que ayudan a conservar la libertad, a saber emplearla positivamente, a encauzarla, a no perderla siguiendo caminos que no tienen salida o que terminan súbitamente en un precipicio o se pierden poco a poco en las arenas de un desierto.

        Las utopías libertarias son como elixires que, después de probarse, resultan desencantadores y frustrantes. No existen esas panaceas ni paraísos terrenales, y los que habían creído en tales promesas se sienten engañados. El hombre es un ser de capacidades limitadas, que vive en un medio adverso, y cuya libertad solo se desarrolla realmente cuando adquiere conciencia del deber, autodominio y ética, no cuando se deja encandilar por las promesas de la permisividad.