El coche abandonado
Arturo Guerra
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

        Un peatón caminaba otra vez por aquella calle de Barcelona. Como siempre una larga y compacta hilera de coches estacionados en batería contemplaban impávidos su paso por la banqueta. Pero esa vez un viejo automóvil llamó su atención. Descolorido, sucio y con muchas cicatrices, llevaba en el parabrisas –que alguna vez fue transparente– una calcomanía fresca, redonda, de color amarillo chillante, y con un breve texto negro escrito en buen catalán. Comenzaba más o menos así:

        "Este vehículo padece síntomas de abandono…"

        Y la doctora calcomanía continuaba explicando las consecuencias que acarrearía una agudización seria de los síntomas diagnosticados a la pobre creatura. O sea, que si en cuestión de unos cuantos días el propietario no venía y lo movía, aquel automóvil se lo llevarían al depósito de coches huérfanos. La cartulina terminaba citando con lujo de detalles el número, el folio, la barra, la fecha y el código secreto de la disposición municipal que autorizaba tamaña operación…

         Modernas y civilizadas ciudades éstas en las que no pasa desapercibido a las autoridades competentes ningún infeliz vehículo que sufre en lámina propia el terrible abandono de su insensible e inhumano dueño…

        Y es que así solemos ser los humanos con nuestras cosas. Cuando ya están viejas, o ya no nos gustan, o ya nos aburrieron, las arrinconamos. Las abandonamos. Es algo que venimos practicando desde niños con los juguetes de hace dos navidades…

        Al fin y al cabo, las posesiones materiales terminan por oxidarse y echarse a perder; pero, luego, esto del abandono compulsivo, lo empezamos a aplicar también a un proyecto, a un trabajo, a un compromiso, a una amistad, o a la propia alma… Empezamos por arrinconarla. Sabemos que está ahí en el fondo pero en verdad nos importa poco. Con las prisas, con las ocupaciones, con los mil proyectos de cada día, termina metida en el baúl de las cosas etéreas, esas que no sabemos por dónde ni cómo agarrarlas…

        Quizá de vez en cuando nos topamos con ella, y hasta nos dan ganas de desempolvarla, de dedicarle un tiempo, pero nos zambullimos de nuevo en el trajín diario y, ¡adiós alma!…

        Y la cosa es que lo de vivir dormida como que no le va. El alma es algo vivo. Insiste. No puede reaccionar con la frialdad del coche abandonado. Unas veces tímidamente intentará despertarnos. Otras veces nos tocará el hombro suavemente como intentando llamar nuestra atención. O nos susurrará: "oye, ¿hoy sí tendrás un par de minutos para mí? O nos intentará pedir ayuda. O nos dará ideas. O nos sugerirá comportamientos y decisiones. O nos pedirá cambios. Otras veces, la muy inquieta, nos empezará a preguntar un montón de cosas serias en ese preciso momento en el que estamos totalmente enfrascados en resolver un problema tan vital y crucial como lo es lograr estacionarse en el centro de la ciudad en zona gratuita a la hora punta… Y, justo ahí, se le ocurre preguntarnos que si sabemos qué viene después de la vida, que a dónde vamos, que de dónde venimos, que para qué estamos en este mundo, que cuál es el sentido de todo esto…

        Y cuando por falta de atención ya no puede más, el alma se sentirá débil, se pondrá pálida, respirará con dificultad, querrá gritar con todas las menguadas fuerzas que le quedan que el poco alimento que le damos la está matando…

        Es entonces quizá cuando el Buen Fabricante de nuestra alma, usa un sistema parecido al de las calcomanías. Y es que no se resigna a que abandonemos sin más ese don tan precioso que puso en nuestras manos con muchísima ilusión allá en los inicios de la aventura de la vida. Son medidas extraordinarias, de emergencia. Son como mensajes más directos. Avisos que necesitamos para reaccionar. Motivaciones más personales. Un problema particularmente difícil, una crisis, una caída, una sorpresa desagradable, una enfermedad que no cede, un imprevisto que lo rompe todo, un fracaso especialmente doloroso, una pérdida nunca imaginada… Vicisitudes que Él permite sabiendo que nos pueden ayudar a despertar, reflexionar, recapacitar, cambiar, convertir… Oportunidades para darnos cuenta de que por ahí no, de que seguir así nos hará mucho daño, de que maltratarla es maltratarnos a nosotros mismos, porque sin el alma no podemos vivir pues es tan nuestra como el cuerpo.

        En otros países, eso de la identificación de coches abandonados se complicaría más porque el 65% de los vehículos plenamente activos que siete días a la semana trotan despavoridos las calles, están en condición física tan deplorable que si los llevaran a aquella calle barcelonesa, seguro que a las dos horas de estacionados se ganan la calcomanía… Pero en eso de las almas, Dios siempre nos sigue muy de cerca. Si no le hemos dejado entrar, ahí se queda, paciente, a la puerta, cubierto de rocío, pasando las noches del invierno oscuras.

        Así que si algún día notamos una calcomanía en el parabrisas de nuestra alma, no nos lo tomemos a mal. No es alguien que nos quiere fastidiar. Es Dios, quien con la urgencia de su amor quiere avisarnos en nuestro propio idioma que nuestra alma padece graves síntomas de abandono. Y que quizá mañana va a ser tarde para reaccionar.