No quedarse en afirmaciones obvias

Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

        Aunque acabamos de referirnos a la tolerancia como un espíritu de apertura y de respeto hacia la diversidad, a la hora de hablar de tolerancia, lo difícil, y lo importante, es profundizar en su sentido más específico: la tolerancia del mal.

        Podría decirse que la palabra tolerancia se aplica con toda propiedad cuando se refiere a la tolerancia del mal. No suele decirse en el lenguaje corriente, por ejemplo, que uno tolere que le haya tocado la lotería, haya aprobado unas oposiciones, juegue muy bien al baloncesto, o tenga muy buena memoria; no se habla de que lo tolere, sino más bien de que tiene la suerte, o el mérito, de contar con eso, que para él son bienes.

        Es más, en sentido estricto no debería hablarse de tolerancia como respeto a la legítima diversidad, puesto que la legítima diversidad debe ser respetada y no simplemente tolerada, aunque pueda costarnos mucho aceptarla. Ser alto o bajo, rubio o moreno, pertenecer a una u otra raza o clase social, ser seguidor (apasionado si se quiere, pero pacífico) de tal o cual equipo de fútbol, etc., no parecen, en principio, diversidades que deban ser toleradas, sino simplemente respetadas.

        El problema surge, como decíamos, cuando esa diversidad deja de ser legítima, o entra en colisión con el bien común, o con los derechos de los demás, y comenzamos a adentrarnos en el proceloso mar de la tolerancia del mal. Podrían ponerse muchos ejemplos de esas colisiones:

        ¿Debe tolerarse la esclavitud? ¿Y si hay personas que apelan a su libertad para tener esclavos, e incluso también personas dispuestas a aceptar ser esclavos?

        ¿Debe tolerarse la tortura? ¿Qué debe decirse a quien alegue su –supuesta– eficacia para la policía? ¿Y a quien sostenga que en sus convicciones personales se trata de un método perfectamente legítimo en su guerra sin cuartel contra la delincuencia?

        ¿Deben las leyes tolerar la poligamia? ¿Y si hay personas –marido y mujeres– que apelan a su libertad para que se les permita formar ese género de unión? ¿Qué se puede argumentar, por ejemplo, a quien considere la prohibición de la poligamia como un atentado contra las profundas raíces culturales y religiosas de un pueblo?

        ¿Debe permitirse –como sucede en algunos lugares– que unos padres practiquen determinadas mutilaciones sexuales a algunos de sus hijos, siguiendo antiguos ritos ancestrales? ¿Qué razones se pueden dar para prohibirlo, si argumentan que se trata de una costumbre milenaria, aceptada pacíficamente por toda la tribu?

        ¿Y si unos padres se niegan a que su hijo, menor de edad, reciba una transfusión de sangre, y muere por ello? ¿Cómo es conciliable la libertad religiosa con el hecho de que un juez salve la vida del niño autorizando dicha transfusión, en contra de las creencias de sus padres?

        ¿Debe tolerarse la producción y el tráfico de drogas? ¿Por qué no respetar la libertad de esas personas para cultivar lo que quieran y luego venderlo, acogiéndose a las reglas del libre mercado? ¿Y con el tráfico de armas? ¿Y con los productos radioactivos?

        ¿Debe tolerarse la mentira? ¿En qué ocasiones o circunstancias?

        Son ejemplos muy diversos, que expresan un poco de la complejidad del problema de la tolerancia, y nos previenen contra una interpretación simplista de las cosas.

        El Diccionario de la Real Academia señala dos acepciones de la palabra tolerancia que engloban quizá lo que acabamos de decir. Una es el respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque sean diferentes a las nuestras; y la otra –que recoge quizá su sentido más específico– señala que tolerar es permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente; o sea, no impedir –pudiendo hacerlo– que otro u otros realicen determinado mal.

        En ambos casos, el quid de la cuestión está en determinar el límite de lo no tolerable: la legítima diversidad siempre debe tolerarse (respetarse), pero la ilegítima puede tolerarse o no, según los casos.