La oportunidad de explayarse

Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

        Cuando las personas están dolidas, o pasan por cualquier dificultad, y se les escucha con verdadero deseo de comprender, dejándolas explayarse, sin querer contestar o precisar cada una de sus afirmaciones, es sorprendente lo rápido que manifiestan sus inquietudes. Desean hacerlo. En realidad, todos lo necesitamos –en algún momento incluso desesperadamente–, pero sólo lo hacemos si encontramos suficiente comprensión; y si no la encontramos, tendemos a encerrarnos en nosotros mismos, nos vamos transformando en personas que se amargan, se enrarecen y acaban saliendo por los registros más imprevisibles y menos lógicos.

        Cuando las personas tienen la oportunidad de abrirse, cuando tienen la suerte de encontrar alguien sensato que les escuche, es frecuente que, sólo con contarlos, desenmarañen sus problemas.

        Y esto sucede muchas veces por el mismo proceso de explicación –de verbalización– de sus problemas. Porque, sólo con contarlos, perciben con claridad la solución, cosa que difícilmente habrían logrado rumiándolos a solas.

        —Pero en muchos otros casos más complejos no será suficiente con explayarse para resolver los problemas.

        Por supuesto, y entonces harán falta consejos claros y bien ponderados que le ayuden a desliar la maraña. Son casos que suelen llevar más tiempo, entre otras cosas porque su complejidad hace que esas personas necesiten recorrer un camino más largo antes de abrir suficientemente su intimidad. Necesitan una preparación previa, un tiempo de conocimiento que les facilite mostrarse con confianza.

        Hacerse cargo de la situación es no caer en el consejo rápido y ligero después de una confidencia atropellada, no actuar como un médico insensato que dijera "mire, no tengo tiempo para hacerle un diagnóstico, pero pruebe con este tratamiento, que es muy bueno".

        —Pero habrá veces en que no tendremos modo de dar solución a sus problemas.

        Es cierto, pero al menos esa confianza mutua hará posible compartirlos, y eso siempre es ya un alivio grande. Quizá esas personas necesitan simplemente hablar, y en algunas ocasiones incluso que no se tenga demasiado en cuenta lo que dicen.

        —Pero tener poco en cuenta lo que dice una persona es tratarla como si fuera un poco tonta, y eso sería indigno.

        Me refiero a que hay veces en que no es momento de entrar al trapo de lo que una persona dice, sino que sobre todo hay que dejar que termine, que se desahogue.

        En esos casos, ha llegado la hora de escuchar. En la vida de bastantes personas, las situaciones de incomprensión, cansancio, aburrimiento, cambios de estado de ánimo, etc., a veces forman una madeja de inquietudes que rompe en un largo discurso en donde habla más el corazón que la cabeza, y donde el estrépito y la fuerza iniciales suelen acabar –si se les deja tiempo hasta desahogarse– en un final más sensato y moderado.

        En esos momentos, si el que escucha no se ha percatado de qué es lo que le pasa a quien habla, puede con sus intervenciones provocar una verdadera catástrofe, tomando excesivamente en serio lo que está oyendo, o adoptando en la conversación la misma actitud que el otro. Actuando así, no sólo no deslía la madeja de quien habla, sino que con ella se enreda también quien le contesta. La persona que se siente agobiada, no necesita un interlocutor que le conteste y discuta, pues con eso sólo consigue sobrecargar sus ya maltratados nervios. Lo que necesita es una actitud de escucha, de interés, de comprensión.

        Esa actitud nos llevará a dejar hablar, a omitir comentarios innecesarios sobre cuestiones parecidas a las que estamos oyendo, que quizá vendrían a cuento pero romperían el hilo de su desahogo. Hay que dejar espacio por delante a quien siente la necesidad de hablar, y no interrumpirle, a no ser que nos lo pida, y comprender que en ese momento él es el protagonista, no nosotros.

        Y saber demostrar nuestra atención con el silencio, con la mirada, quizá con un pequeño movimiento de cabeza, a lo sumo con una sencilla pregunta si hay alguna cuestión que no entendemos, o en esos momentos en los que –se ven muy claros– es preciso preguntar para reabrir el cauce de una confidencia que amenaza con extinguirse prematuramente.

        Hay personas que digieren con facilidad las contrariedades y dificultades que cada jornada lleva consigo. Pero hay otras, en cambio, cuyos sufrimientos parecen ir amontonándose en su interior hasta que llega un momento que tanto dolor parece superior a sus fuerzas. Es entonces cuando la presencia de otro puede ayudar a eliminar eso que no se ha sabido digerir en el día a día. Necesitan a alguien que les ayude con su actitud humanitaria a hacer humo de todas esas astillas que se les han ido clavando, y que no han podido arrancar por sí solas.

        —¿Y por qué crees que alivia tanto?

        Fundamentalmente porque ayuda a aclararse sobre lo que a uno le está ocurriendo, y facilita caer en la cuenta de la mayor o menor importancia de cada una de las cosas que se están verbalizando. No hay que olvidar que, como decía Ortega, muchas veces lo peor que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa.

        Exteriorizar lo que a uno le pasa produce siempre un desahogo afectivo.

        De esta manera, al hilo de la propia exposición, se van encontrando soluciones, o sencillamente se comprende una vez más que a la vida quizá no se le puede pedir más de lo que en ese momento nos da.

        Si la persona que escucha es capaz además de esbozar brevemente algún comentario inteligente y oportuno, es probable que el otro, aunque a veces en ese momento quizá no lo valore demasiado, al menos sí lo guarde en su memoria y le sirva de ayuda más adelante, cuando reflexione sobre aquello, que lo hará.

        —Pero a mucha gente le cuesta bastante depositar su confianza en otros. Cuesta, por ejemplo, ganarse la confianza de los hijos a determinadas edades, o de nuestros compañeros, o de nuestros vecinos.

        Si uno se esfuerza realmente en escuchar, y escuchar con deseo de comprender, es fácil que se sorprenda al comprobar la confianza con que se acaban manifestando las personas.

        —O sea, que tiene su técnica y hay que aprenderla.

        Sí, pero no es cuestión de técnica (aunque la hay). Ganarse la confianza de una persona ha de ser consecuencia de un deseo sincero de ayuda.

        De lo contrario, si buscáramos la confidencia de una persona sin sinceridad, sin aprecio, sin importarnos realmente su dolor, esa confidencia, si es que llegara a producirse, sería más bien una invasión inmoral de la intimidad ajena, que dejaríamos expuesta y herida.

        Ganarse la confianza requiere ser grandes escuchadores, personas que saben mostrar una aceptación y comprensión tales que quien habla no sienta reparo en ir descubriendo su intimidad, capa tras capa, hasta llegar al lugar donde está supurando el problema, para prestarle entonces nuestra ayuda desinteresada.

        Desde el momento en que una persona adquiere confianza con otra, se abre hacia el futuro un camino de mutua satisfacción. Cuando una persona –por decirlo así– deja abierto el interruptor del circuito comunicativo con otra, pocas veces desaprovechará la oportunidad de hablar de sí misma, de sus inquietudes y de sus sentimientos. Y eso ayuda mucho a hacer la vida verdaderamente humana.