Los currículos
Enrique Monasterio
pensarporlibre.blogspot.com
Pensar por libre
        No le presté mucha atención cuando me crucé con él en la calle Serrano. Creo recordar que llevaba corbata y un traje gris que necesitaba una plancha urgente. Era menudo y flaco. Tendría cincuenta o sesenta años.

        —¿Podría ayudarme…?

        Al principio no le oí bien. Hablaba en voz muy baja y no caí en la cuenta de que me estaba pidiendo limosna. Pensé que preguntaba por una calle.

        —¿Perdón?…

        Entonces echó mano a una carpeta de plástico que llevaba bajo el brazo y sacó unos pocos folios pulcramente escritos. Era su currículum, sus méritos profesionales. No recuerdo muy bien los detalles; me parece que había sido profesor de física o de química, y detallaba su especialidad con un estilo enfático poco inteligible. Al fin me aclaró que necesitaba "algo" para comer. Yo me quedé tan confuso que no supe responder adecuadamente.

        —Para pedir limosna, no necesita usted enseñar el curriculum.

        Quise ser delicado, pero aquello sonó como una grosería. Le di cinco euros y me alejé con mal sabor de boca.

        Quizá han pasado seis o siete meses; pero hoy he vuelto a recordar al mendigo del curriculum, porque me toca enviar un artículo a Mundo Cristiano y, tratándose del mes de noviembre, pienso que, por una vez, puedo atreverme a escribir sobre la muerte.

        Hablar de la muerte siempre significa hablar de uno mismo, de esa pequeña muerte que todos llevamos encima, que nos acaricia el oído cada noche y se nos insinúa en un pequeño dolor inesperado, en un cansancio extraño o en un simple cómputo del tiempo que se va acelerando.

        El caso es que hace unos días tuve una interesante conversación sobre el tema. Mi interlocutor era un hombre relativamente joven que iba a someterse a unas pruebas diagnósticas "para descartar" –siempre emplean este verbo– la presencia de un tumor maligno. Estaba aparentemente tranquilo, pero no podía dejar de pensar que tal vez el final estaba más próximo de lo previsto. Citó en inglés aquellas palabras de Hamlet: "¡morir, dormir, tal vez soñar! y se preguntaba lo mismo que el célebre personaje de Shakespeare: "¿qué sueños pueden sobrevenir en el sueño de la muerte?…"

        Nuestra conversación no fue precisamente literaria, a pesar de que hablamos de Calderón y hasta de Jorge Manrique. Luego, con aire de resignación, concluyó:

        —No sabe la cantidad de currículos que tuve que repartir hasta conseguir mi primer empleo. A cada empresa le contaba lo que querían oír. Todo bien compuesto con pequeñas mentiras. Ahora, si me toca cambiar de casa, ¿qué curriculum puedo presentar?

        A punto estuve de decirle la misma grosería que le espeté al mendigo: para pedir limosna, no necesitas enseñar el curriculum. Al fin se lo dije aunque de forma menos brusca, porque ésa es, en el fondo, la cuestión: no tenemos tanto miedo a la muerte como a lo que viene después. "Morir sólo es morir; morir se acaba" ?escribió un poeta?. Pasar esa puerta es sencillo y rápido; todos morimos "de repente". La incógnita está al otro lado. ¿Nos pedirán un curriculum intachable? ¿Cómo lo adornaremos?

        Conocemos la respuesta: el Cielo es gratis; la limosna de la vida eterna no se da en razón de unos méritos pasados, sino por la cantidad de amor que llevemos en presente al cruzar ese último umbral de la vida. No hay en la Gloria un registro de antecedentes penales ni un archivo histórico de batallas ganadas gloriosamente. El pasado condiciona el presente, por supuesto: la historia de cada uno va modelando la personalidad, ensancha el corazón o lo envilece; nos capacita para el Cielo o nos aboca a una eternidad de soledad y desamor.

        Pero el curriculum no basta. Un solo instante de amor de Dios, de ese Dios que perdona y olvida, puede quemar toda la basura del pasado y, con él, nuestro pobre curriculum lleno de mentiras.

        No presumamos de lo que hicimos ayer. El verbo amar sólo se conjuga en presente de indicativo.