Coherencia y cercanía

Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

        "Me gustaría que mis padres, y que usted mismo, supieran ponerse más a mi nivel (el que remarcaba esas palabras con seriedad pero con desenvoltura era Daniel, un alumno de diecisiete años resuelto y reflexivo, al comienzo de la primera sesión de tutoría del curso).

        "Me molesta que los adultos hablen siempre con tanta seguridad, que adopten siempre la posición de expertos conocedores de todo. Se lo digo a usted desde el principio, y no para ofender, de verdad. Me gustaría que los adultos se bajaran un poco de su pedestal, que no se dirigieran a la gente joven siempre dando órdenes o consejos.

        "Sólo pido que nos escuchen de vez en cuando, que admitan al menos que también podemos tener ideas inteligentes, que se nos reconozca un plano de cierta igualdad, que nos hablen con más franqueza. Aunque no lo parezca, nos fijamos bastante en ellos, más de lo que se creen. Me gustaría que sus reflexiones no fueran siempre como consejos encubiertos, y que procuraran hacerse cargo un poco más de lo que realmente nos sucede."

        Aquella conversación con Daniel me recordaba lo que escribió Romano Guardini: "el factor más eficaz para educar es cómo es el educador; el segundo, lo que hace; el tercero, lo que dice". Son importantes los consejos que se dan, o las cosas que se mandan, pero mucho antes está lo que se hace, los modelos que presentan, las cosas se valoran, cómo unos y otros se relacionan entre sí. Y hay personas que en esto son auténticos maestros, mientras que otros, por el contrario, son un verdadero desastre.

        El modo en que son tratados por sus padres y educadores (ya sea con una disciplina estricta o con un desorden notable, con exceso de control o con indiferencia, de modo cordial o brusco, confiado o desconfiado, etc.) tiene unas consecuencias profundas y duraderas en su educación y su vida emocional, que captan con gran agudeza hasta lo más sutil.

        Algunos, por ejemplo, ignoran habitualmente los sentimientos de sus hijos o sus alumnos, por considerarlos algo de poca importancia, y con esa actitud desaprovechan excelentes oportunidades para educarlos. Otros se dan más cuenta de sus sentimientos, pero su interés suele reducirse a resolver los problemas cotidianos que se plantean, y rara vez intervienen de modo inteligente para dar una solución que vaya a la raíz del problema. Otros, de carácter más autoritario e impaciente, suelen ser desaprobadores, propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo, y los descalifican rápidamente, con lo que es difícil que logren el clima de confianza que exige una correcta educación de los sentimientos.

        Los niños que proceden de ambientes demasiado fríos o descuidados desarrollan con más facilidad actitudes derrotistas ante la vida. Si los padres o profesores están siempre pesimistas o malhumorados, o simplemente son personas distantes o sin apenas objetivos vitales, será difícil que conecten con los sentimientos de los chicos, y el aprendizaje emocional será forzosamente deficiente. Si son imprevisibles, y unas veces son demasiado exigentes y otras demasiado condescendientes; o si el reproche o la aprobación pueden presentarse indistintamente en cualquier momento y lugar, dependiendo de si les duele la cabeza o no, o si esa noche han dormido bien o mal, o si su equipo de fútbol ha ganado o perdido el último partido, de esa manera se crea en el hijo un profundo sentimiento de impotencia, de inutilidad de hacer las cosas bien, puesto que las consecuencias serán difícilmente predecibles.

        Hay, por fortuna, muchas personas que se toman muy en serio los sentimientos de sus hijos o sus alumnos, y procuran conocerlos bien y aprovechar sus problemas emocionales para educarles. Se esfuerzan por crear un cauce de confianza que facilite la confidencia y el desahogo. Y saben hablar en ese plano de igualdad al que se refería aquel alumno mío: se dan cuenta de que con el simple fluir de las palabras se alivia ya mucho el corazón de quien sufre, pues exteriorizar los sentimientos y hablar sobre ellos con alguien que esté dispuesto a escuchar y a comprender, es siempre de gran valor educativo. Manifestar los propios sentimientos en una conversación confiada es siempre una excelente medicina sentimental.