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Desfile
de modelos: análisis
de la conducta ética
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Una
batalla perdida
Nietzsche se pasó
media vida predicando la muerte de Dios, hasta que se volvió
loco. Comte soñó con predicar el positivismo ateo en
Notre Dame, y profetizó que la estatua de la Humanidad tendría
un día por pedestal el altar de Dios. También murió
sin ver su sueño cumplido. Voltaire estaba convencido de que
podría acabar con la Iglesia Católica: si doce hombres
hicieron falta para extenderla por el mundo, uno solo bastaría
para echarla abajo. Desde Nerón, la lista de adversarios mortales
del Dios cristiano es larga, y el fin de todos ellos es común:
el cementerio. Mientras tanto, la Iglesia acumula veinte siglos de
vida, y desafía todas las leyes que rigen la supervivencia
histórica de las instituciones. Este sencillo y asombroso dato
sería una buena lección para ciertos gobernantes atacados
por cierta furia iconoclasta. Una buena lección si fueran capaces
de superar sus obsesiones ideológicas con una actitud respetuosa
hacia la gente que no piensa como ellos. Si pudieran entender que
los demás también tienen derecho a pensar lo que quieran.
Si leyeran Rebelión en la granja y se aplicaran el cuento,
para no repetir la estupidez de los cerdos de Orwell.
Un
Dios inevitalbe
Esos políticos
no serían agresivos si estuvieran seguros de su ateísmo.
Pero su lucha crispada contra la religión deriva precisamente
de su falta de seguridad, y de que quieren adquirirla por la fuerza
del número, por la sugestión de la unanimidad mental.
Sin embargo, hagan lo que hagan, me temo que tienen perdida la batalla
de antemano, pues el hombre es un ser esencialmente religioso, como
pone de manifiesto un conocimiento mínimo de la historia universal.
Kant decía que Dios es el ser más difícil de
conocer, pero también el más inevitable. A poco que
pensemos, nos resulta inevitable por varias razones. De entrada, porque
nos gustaría saber quiénes somos, descifrar el misterio
de nuestro origen. Escribe Borges, en tres versos magníficos:
Para mí soy un ansia y un arcano, / Una isla de magia y de
temores, / Como lo son, tal vez, todos los hombres.
En
segundo lugar, nos preguntamos sobre Dios porque desconocemos el origen
de un universo cuya existencia escapa a cualquier explicación
científica. Dice Stephen Hawking que la ciencia, aunque algún
día logre contestar todas nuestras preguntas, jamás
podrá responder a la más importante: Por qué
el universo se ha tomado la molestia de existir. Un universo que se
nos presenta como una gigantesca huella de su Autor. De hecho, aunque
Dios no entra por los ojos, tenemos de él la misma evidencia
racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero,
detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro
al pintor, detrás de una novela al escritor. Está claro
que el mundo con sus luces, colores y volúmenes,
no es problemático porque haya ciegos que no pueden verlo.
El problema no es el mundo, sino la ceguera. Con Dios sucede algo
parecido, y no es lógico dudar de su existencia porque algunos
no le vean.
Nos
preguntamos sobre Dios porque estamos hechos para el bien, como atestigua
constantemente nuestra conciencia. En la tumba de Kant están
escritas estas palabras suyas: "Dos cosas hay en el mundo que
me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí,
y el orden moral dentro de mí". Estamos hechos para el
bien y para la justicia. El absurdo que supone, tantas veces, el triunfo
insoportable de la injusticia, está pidiendo un Juez Supremo
que tenga la última palabra. Sócrates dijo que, "si
la muerte acaba con todo, sería ventajosa para los malos".
También
estamos hechos para la belleza, para el amor, para la felicidad...
Y al mismo tiempo comprobamos que nada de lo que nos rodea puede calmar
esa sed. Pedro Salinas ha escrito que los besos y las caricias se
equivocan siempre: no acaban donde dicen, no dan lo que prometen.
Platón se atreve a decir, en una de sus intuiciones más
geniales, que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido, y que el amor
provocado por la hermosura corporal es la llamada de otro mundo para
despertarnos, desperezarnos y rescatarnos de la caverna donde vivimos.
Por último, buscamos a Dios porque vemos morir a nuestros seres
queridos y sabemos que nosotros también vamos a morir. Ante
la muerte de su hijo Jorge, Ernesto Sábato escribía:
"En este atardecer de 1998, continúo escuchando la música
que él amaba, aguardando con infinita esperanza el momento
de reencontrarnos en ese otro mundo, en ese mundo que quizá,
quizá exista".
Superar
la contumacia
Después de
apuntar brevemente los motivos por los que el ser humano busca a Dios,
entendemos que Hegel haya dicho que no preguntarse sobre Él
equivale a decir que no se debe pensar. También entendemos
a Pascal cuando afirma que sólo existen dos clases de personas
razonables: las que aman a Dios de todo corazón porque le conocen,
y las que le buscan de todo corazón porque no le conocen. A
esos gobernantes que pretenden su muerte habría que recordarles
lo del personaje de Tirso: "Los muertos que vos matáis,
gozan de buena salud". Deberían entender que la realidad
suele ser tozuda, y que la realidad de Dios no lo es menos: si es
expulsado por la puerta, entrará por la ventana, y si se le
arroja por la ventana, entrará por la puerta. A esos gobernantes
que gustan del diálogo y la humildad, les vendría muy
bien el recuerdo de Nietzsche, Comte o Voltaire, porque está
claro que la historia se repite.
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