Nuestra verdad

Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

 

Al poco tiempo se "pierden los papeles"

        Siempre me ha parecido bastante ilustrativo participar en conversaciones informales con gente joven, con niños incluso muy pequeños. Ayuda mucho a conocer su mentalidad, y con lo que se aprende puede uno ahorrarse muchos errores en la educación.

        A veces en los transportes públicos nos vemos obligados a enriquecernos con esas conversaciones, aunque sólo sea como oyentes, pues la gente joven suele tener buena voz y hace generoso uso de ella sin preocuparse mucho de que en todo el autobús o todo el vagón casi no se oiga otra cosa.

        No hace mucho coincidí en un viaje en tren con un grupo de alumnos de un colegio. Hablaban muy animadamente, lejos en ese momento del cuidado del profesor que iba con ellos.

        Al principio tenía bastante gracia y resultaba incluso divertido. Cada uno de los contendientes iba aguzando su ingenio, tratando de aprovecharse de los fallos dialécticos del contrario y de ironizar sobre sus razones. Pero al cabo de media hora todos los viajeros presentes estábamos rendidos. Y acabamos rendidos porque:

         Era como si a ninguno le importara en absoluto lo que el otro dijera. Mientras uno habla, el otro prepara su respuesta. Y si se le ocurre algo antes de que termine, le interrumpe sin contemplaciones.

        Según avanza la discusión, las posturas se van alejando más, en vez de converger.

        Las afirmaciones son cada vez más radicales. A veces, da la impresión de que incluso van más allá de lo que piensan, pero lo hacen para forzar su imposición dialéctica.

        Cuando uno se ve un poco acorralado o se le acaban los argumentos, no duda en recurrir a ataques personales o a hacer descalificaciones demagógicas sin molestarse en razonarlas. Cualquier cosa, antes que dar la impresión de que uno pierde terreno, se deja convencer o cede un poco en sus afirmaciones.

Lo mismo en adultos

        Lo más triste es que las ideas de unos y otros no parecían estar muy lejanas. Podrían haberse puesto de acuerdo. No era un problema de fondo, sino de forma. Sus posturas serían fácilmente conciliables si las hablaran de otra manera, si aprendieran a intercambiar impresiones y puntos de vista, en vez de discutir acaloradamente.

        — Es que los chicos son muy apasionados...

        Pero si examinamos nuestra vida, es algo que puede estar sucediéndonos a nosotros mismos y casi no nos damos cuenta. Muchas veces parece que tenemos nuestra verdad y nos cuesta dar entrada en ella a cualquier idea que venga de fuera. Como si tuviéramos una oposición permanente a todo lo ajeno, una tendencia a condenar, a discutirlo todo.

Nunca discutir

        — Pero hay cosas que pertenecen a lo sustancial de nuestras convicciones y en las que no se debe ceder...

        Es verdad, pero hay que pensar que esas convicciones básicas, aunque sean muy importantes, también suelen ser pocas. Y sobre todo, que lo habitual es que las peleas y discusiones sean por otras cosas mucho más secundarias.

        Sería interesante que pasáramos por el tamiz de nuestra propia ironía las razones que nos llevan a discutir. Con frecuencia nos parecerían ridículas. Descubriríamos que la amargura que deja toda polémica desabrida es un sabor que no vale la pena probar.

        Y descubriríamos que habitualmente resultará más grato y más enriquecedor buscar las cosas que unen, en vez de las que separan.

        Y que cuando haya que contrastar ideas lo hagamos con elegancia, sin olvidar aquello que decía Séneca de que la verdad se pierde en las discusiones prolongadas.

        Además, pensando en el hijo adolescente, si no siempre es fácil conseguir que acepte los consejos que sus padres le dan de forma razonada y respetuosa con su libertad, ¿cómo podemos pretender que los acepte –sobre todo a partir de cierta edad– si los damos en forma de imposiciones poco razonadas en medio de una discusión?