Criterio propio. Algunos desengaños

Alfonso Aguiló
Educar el carácter

 

 

 

De otro modo la buena educación está en peligro

        Los que nos dedicamos profesionalmente a la educación nos llevamos a veces unos chascos tremendos. Son desengaños que llevan a pensar.

        Ves a lo mejor chicos o chicas de doce o trece o dieciséis años que son encantadores, excelentes estudiantes y que prometen una brillante trayectoria, pero que pasan los años y acaban en un desastre.

        Y también al revés, otros un poco grises que luego resultan ser personas fenomenales. Es sorprendente ver cómo a veces, con los años, se cambian los papeles.

        — Pues eso va un poco en contra de lo que decías sobre la importancia de educar bien en la infancia y primera adolescencia, ¿no?

        Ya hemos dicho que la educación no lo es todo, y que no es un seguro a todo riesgo, entre otras cosas porque hay que contar con la libertad. La buena educación es sólo encaminar bien a los hijos (que no es poco).

        Hay que decir también que la mayoría sí suele continuar la línea de sus primeros años. Pero es verdad también que son muchos los que luego se tuercen. Y si analizáramos las razones de los fracasos de esos chicos o chicas que tanto prometían, es muy probable que encontráramos una deficiente educación en la libertad.

        No se trata de formar chicos o chicas sumisos y dóciles, que dependen para todo de sus padres, que carecen de juicio propio y que se limitan a ejecutar lo que se les dice. Es preciso formar personas de criterio.

        Para acrecentar la sensatez y el buen criterio de un chico o una chica joven es preciso enseñarles a razonar debidamente, y, junto a ello, lograr que crezcan en las diversas virtudes básicas (sinceridad, fortaleza, generosidad, laboriosidad, reciedumbre, valentía, humildad, etc.).

        — ¿Y por qué relacionas tanto la virtud con la sensatez?

        Porque cuando falta la virtud es fácil que se extravíe la razón.

        — ¿Por qué?

        Cuando falta la virtud, la razón se ve presionada por los halagos del vicio correspondiente, y es más fácil que se tuerza para así ceder a esos requerimientos. Quizá por eso Aristóteles insistía tanto en que el hombre virtuoso es regla y medida de las cosas humanas.