¿Exceso de sinceridad?

Alfonso Aguiló
Educar el carácter

 

No a la idiotez sincera

        "Mamá, es que no lo entiendes. La gente joven dice lo que piensa, sin hipocresías."

        Así defendía una joven adolescente la escasa educación y diplomacia de una amiga suya a la que había invitado a pasar unos días con ellos durante las vacaciones.

        — Pero decías que era bueno decir las cosas claras, ¿no?

        Por supuesto. Pero hay que encontrar también un sensato equilibrio entre la hipocresía y lo que podríamos llamar –mal llamado– exceso de sinceridad. Porque se puede ser cortés sin adular, sincero sin tosquedad, y fiel a los propios principios sin ofender torpemente a los demás.

        Decir la verdad que no resulta conveniente revelar, o a quien no se debe, o en momento inadecuado, más que muestra de sinceridad suele ser carencia de sensatez.

        Conviene añadir sensatez a nuestra sinceridad, y así evitaremos –como escribió H. Cavanna– la idiotez sincera, que no por sincera deja de ser idiota.

        Echar fuera lo primero que a uno se le pasa por la cabeza, sin apenas pensarlo, o dejar escapar los impulsos y sentimientos más primarios indiscriminadamente, no puede considerarse un acto virtuoso de sinceridad. La sinceridad no es un simple desenfreno verbal.

Impulsos y sinceridad

        Hay que decir lo que se piensa, pero también se debe pensar lo que se dice.

        El que se encuentra a un amigo que acaba de perder a su padre y le dice que no lo siente lo más mínimo porque su padre era antipático e insoportable, no es sincero, aunque sintiera eso realmente, sino un auténtico animal.

        Bajo la excusa de esos estilos de falsa sinceridad se esconden a menudo arrogancia, grosería o ganas de provocar y zaherir a los demás. Quienes así actúan son figuras tristes de hombres o mujeres que se dejan llevar por sus impulsos más primarios y distan mucho de alcanzar un mínimo de madurez en su carácter.

        La exaltación de la espontaneidad produce frutos ambivalentes. Pretende fortalecer la personalidad, y en gran parte lo logra, pero su exceso conlleva el riesgo de producir personas con una espontaneidad aleatoria, que les lleva a ser lo que les surge a cada momento, lo que se les ocurre, y la simple ocurrencia no parece la mejor guía para formar el carácter.