La primera infancia
Alfonso Aguiló
Si quieres, puedes
Richard Vaughan

 

 

Desde muy al principio

        "Yo –comentaba Silvia, una de esas madres que saben reconocer sus errores y aprender de ellos– le di a mi primer hijo todo lo que se le antojaba.

        "Al más mínimo lloro, yo acudía corriendo. Ahora, a los cuatro años, es un pequeño tirano, y creo que eso se ha convertido en parte de su carácter, y me está costando cambiarlo, es tremendo. Es de esos niños que chascan los dedos y todo el mundo tiene que prestarles atención.

        "Con mi siguiente hija, que ya tiene casi dos años, aprendí la lección, y ya no me precipitaba a su lado, como con el mayor. He intentado que desde el principio comprenda que no puede manejarnos a todos a su capricho. Quiero que aprenda a pensar más en los demás, que vea por ejemplo que no debo ir recogiendo como una tonta todo lo que ella tira. Quiero que aprenda a ser paciente, a desarrollar un mínimo de orden, de autocontrol. Y estoy bastante satisfecha de la diferencia de resultados"

        A veces puede parecer que los niños de pocos meses son seres de muy poca consciencia. Sin embargo, si se les observa atentamente, como supo hacer aquella madre, pronto se comprueba que desde los primeros meses el niño desarrolla su capacidad dominar la tensión que el acontecer ordinario de la vida le produce. El bebé ha de controlar los movimientos espontáneos para construir su comportamiento voluntario. Y la educación que reciba (porque a esas edades puede y debe haber ya una educación) ayudará o estorbará extraordinariamente en esa importante tarea.

        Si se satisfacen siempre todos sus antojos, se le impedirá desarrollar su capacidad de resistir el impulso y tolerar la frustración, y su carácter será egocéntrico y arrogante.

Porque observa todo

        — Tampoco se trata de negarle casi todo para que desarrolle más esas capacidades, supongo.

        No, porque eso fomentaría la decepción crónica, un sentimiento de permanente insatisfacción y un carácter desconfiado, escéptico o malhumorado.

        La mirada del niño es mucho más escudriñadora y despierta de lo que parece. Va configurando impresiones diversas sobre cómo funciona el mundo. Establece un diálogo minucioso y continuo con las personas que le rodean. Un diálogo que no es sólo de palabras, sino también de imitaciones, de búsquedas de aprobación, y de asimilación de gestos que observa. Y en esa sustanciosa interacción, se va configurando su memoria afectiva personal. Se hace una idea de qué, cuánto y cómo debe sentir ante cada tipo de suceso.

        Ese continuo goteo de experiencias afectivas va formando en él, de modo casi inadvertido, leyes por las que en lo sucesivo interpretará cómo debe ser su reacción y su estado de humor ante cada cosa. Se trata de un lento proceso que influye en su evolución afectiva, y también en el desarrollo de su inteligencia.

Afectos, inteligencia y sentimientos

        — ¿Cómo pueden influir los afectos en el desarrollo de la inteligencia?

        Piensa, por ejemplo, en la influencia de la motivación. Si es alta, y hay por tanto ilusión por aprender cosas y desarrollar sus destrezas y capacidades, la inteligencia irá rindiendo cada vez más. Por el contrario, una baja motivación dejará infecundos multitud de talentos personales.

        El desarrollo de la inteligencia está muy ligado a la educación de los sentimientos.

        En esos años se va constituyendo su sistema motivacional, por el que, ante algo nuevo, se sentirá incitado a explorarlo, o, por el contrario, a rehuirlo. Una correcta educación ha de proporcionar la seguridad y el apoyo afectivo necesarios para esos sucesivos encuentros con el lenguaje, con las tradiciones de la familia, los compañeros de colegio, la naturaleza, la cultura, con valores de todo orden. Según sea la calidad y cantidad de esos encuentros, así será el desarrollo de su espíritu.