Sé libre
Marco Antonio Batta
El árbol de las verdades
Blanca García-Valdecasas

        Hace muchos años –muchos– vivió en la península itálica un señor llamado Claudio Appio. No sabemos cuándo nació, pero sabemos que en el año 312 a.C. ya era cónsul romano.

        Nuestro biografiado no es tan famoso como Julio César u Octavio Augusto; pero fue también un gran romano, de esos que encarnaban la típica virtus romana. Para los latinos, un hombre realizado (vir bonus) era el que había desempeñado altos cargos militares y políticos. Un romano “de peso” tenía que ser un hombre hecho al trabajo duro, íntegro moralmente y, además, gran orador.

Emprendedor

        Claudio Appio fue un hombre emprendedor. Completó la construcción del Aqua Appia, el primer acueducto romano que trajo agua desde los montes sabinos, en las afueras de Roma. A él se debió también la construcción de la via Appia, la primera carretera propiamente dicha, cuya finalidad era facilitar el comercio y el movimiento de tropas.

        También fue escritor y orador. El punto más alto de su carrera la alcanzó hacia el final de su vida: la incipiente república romana se encontraba en plena expansión. Ya dominaba la zona norte y central de la península, en parte, gracias a las batallas dirigidas por el mismo Claudio Appio. El sur de la península permanecía todavía ocupado por los griegos.

        El rey griego Pirro envió al senado romano unas propuestas para acordar la paz. Más o menos les decía: “Ustedes se quedan con el norte y el centro, y nosotros con el sur, ¿les parece?”. Los romanos estaban a punto de ceder, creyendo que eran inferiores a los griegos y que nunca podrían vencerlos.

        Claudio Appio tomó la palabra y pronunció un discurso memorable ante el Senado. Todos decidieron no aceptar el pacto y seguir combatiendo hasta conseguir dominar toda la península. Así lo hicieron y vencieron. Al final de aquella batalla hubo dos vencidos: los griegos y el complejo de inferioridad romano.

Hombre de soluciones

        Llama la atención con cuánta amplitud ejerció su libre albedrío Claudio Appio: “si falta agua en Roma –pensaría–, hay que traerla”; “si las tropas y las mercancías tardan mucho en llegar, hay que hacer algo para solucionarlo”. Ciertamente, también podía haberse alzado los hombros y decir: «Ni modo, qué le vamos a hacer. Ya nos tocaba.». Después podría haber añadido una serie de excusas como “la culpa la tiene el Senado que no colabora”, “siempre ha sido así” o –peor aún– “vamos a ver qué pasa”.

        No actuó así. Quizás no pudo realizar todos sus planes, pero sí hizo una buena parte. Es un ejemplo de cómo las personas, cuando no se dejan condicionar, pueden llegar mucho más lejos de lo que se imaginan.

Grandeza de la libertad humana

        El hombre no es Dios, no es omnipotente, pero puede hacer mucho. Es más, su misma superación, como enseña el Concilio Vaticano II, da gloria a Dios, pues es una expresión de la nobleza y dignidad de su espíritu (cf. Gaudium et spes 34).

        Al mundo le hacen falta muchos “Claudios Appios” que se enfrenten a los problemas con inteligencia, con constancia y con programa; personas que no se dejen maniatar por los prejuicios o por el temor al fracaso; personas, en definitiva, verdaderamente libres.