Woody Allen y el dragón
Jose Ramón Ayllon
Ortodoxia

 

 

La fuerza de la debilidad

        "Existe un feroz dragón llamado tú debes, pero contra él arroja el superhombre las palabras yo quiero". Durante un siglo, esta pretensión de Nietzsche ha ido calando en los países occidentales hasta provocar una profunda inversión de la moral pensada y vivida. Un ejemplo elocuente lo encontramos en Woody Allen y en cualquiera de sus películas. Como Melinda y Melinda, nombre que se repite en el título quizá para subrayar que su creador también se repite y nos cuenta lo mismo en todos sus guiones: una inteligente y risueña justificación del sinsentido existencial y la infidelidad conyugal. Porque los personajes de casi todas sus películas se casan, se lían, se divorcian, se deprimen..., se casan de nuevo, se lían de nuevo, se divorcian de nuevo, se deprimen de nuevo... Son vidas donde cualquier idea sobre el deber o la responsabilidad es sofocada por una maleza de deseos y sentimientos que crecen sin control. Hace tiempo, en la contraportada del guión de Hannah y sus hermanas, publicado por Tusquets, encontré la expresión exacta de esa completa amoralidad. La perla decía: "Nada de lo que aquí hacen o dejan de hacer los personajes está bien o mal hecho, pues todos se conducen según sus propias debilidades".

        En Melinda y Melinda, ya digo, encontramos más de lo mismo. Personajes que son marionetas de sus impulsos y podrían decir, como el Felipe de Mafalda: "Hasta mis debilidades son más fuertes que yo". Hombres y mujeres incapaces de llevar las riendas de sus vidas, abandonados al escapismo inmaduro del carpe diem. El amor es –para su creador– una quimera imposible, y lo sustituye por el sexo sin compromiso y los pequeños caprichos de una vida burguesa. En Woody Allen, la debilidad humana justifica casi todo en el terreno sexual, y eso también nos recuerda al Nietzsche que escoge al dios griego Dionisos como exponente máximo de un modo de vida que desea embriagarse en los instintos vitales.

De amor y felicidad         Igual que Nietzsche, Woody Allen tiene alergia al deber moral. Una aversión que le incapacita para ese compromiso estable que llamamos fidelidad. Y esa incapacidad pasa una enojosa factura: el guionista y sus personajes suelen acabar en el sillón del psiquiatra, mareados por los vientos cambiantes de sus propios caprichos. Quieren ser felices –como todo el mundo–, pero lo quieren a toda costa y a costa de los demás, que van a ser usados y manoseados como objetos de placer. Woody Allen intuye que la clave de la felicidad es el amor, y no se equivoca, pero su cabeza freudiana entiende por amor hacer el amor y poco más. Así –de forma irrefutable y sin pretenderlo–, Woody Allen nos demuestra que el placer es solo un ingrediente de la felicidad. Un ingrediente que ni siquiera es necesario, porque cuando pretendemos alcanzar la plenitud por el atajo del placer, esa plenitud se nos escapa. Woody Allen sabe que estamos hechos para la felicidad, pero parece desconocer que esa delicada sustancia se amasa con amor sacrificado y amistad generosa, con servicio a los demás y sentido trascendente de la vida. A pesar de todo, ese señor que dice ser lo suficientemente bajo y feo como para triunfar por sí mismo, nos desarma a menudo. Sus personajes, empeñados en ser personajillos a fuerza de cinismo, nos conmueven. Porque nosotros somos como ellos. O podríamos serlo.