El vandalismo
Hay dos clases de vandalismo: el negativo y el positivo; el de los vándalos del mundo antiguo, que destruyeron edificios, y el de los vándalos del mundo moderno, que los erigen.
G. K. Chesterton
El secreto del padre Brown

 

 

En actitud de ser adorados

        Una larga sucesión de estos pensadores típicamente modernos, que están demasiado cansados para pensar, ya han dejado detrás de sí una cola o tradición de idioma; por esto se sugiere, vagamente, que lo que es constructivo es bueno y sólo lo que es destructivo no lo es. Cualquiera que desee perderse en laberintos de tal lógica —o mejor, falta de lógica—, puede someter a su consideración alguna proposición en particular; como que es bueno construir una pira, con haces de leña, para quemar vivo a un hombre, y sin embargo es malo destruir una plantación en pleno crecimiento o talar árboles, única manera de hacer lo primero. Pero, en el caso particular del vandalismo, se hace necesario de manera especial recordar que el verdadero argumento es precisamente del otro modo. De dos cosas malas, es mejor ser el bárbaro que destruye algo que por algún motivo no le gusta o no comprende, y a quien sin embargo pueden gustar sinceramente otras cosas que comprende, antes que ser un hombre rico en ideas vulgares que erige una imagen colosal de la pequeñez de su alma.

        El vandalismo destructivo, aunque en la actualidad es un gran mal, y lo ha sido en toda la historia, no ha sido en toda la historia tan malo como lo es ahora; y realmente no tan malo como muchas otras cosas más destructivas que existen en la actualidad.

        Es importante recordar que hay dos clases de simple destrucción; ninguna en el nivel más noble de la cultura humana, pero tampoco en el más innoble. Naturalmente, el vándalo debe ser, primero, iconoclasta. Puede destruir ciertas cosas porque, realmente, se oponen a sus convicciones morales. Así, un puritano fanático de América puede creer que el Señor le ordena dinamitar la Abadía de Westminster porque está llena de ídolos; vale decir, de imágenes con un carácter religioso. Lo que resulta curioso es que sólo tendría razón a medias. Está llena de ídolos; pero éstos no son imágenes de carácter religioso. Cualquiera puede ver de una ojeada que las figuras medievales de los santos y de los ángeles no son adoradas, por la sencilla razón de que ellos mismos están representados en el acto de la adoración. Pero las estatuas de hombres de Estado y generales del siglo XVIII están, en verdad, vistas como ídolos. Evidentemente, se han erigido, no para la gloria de Dios, sino para la de los hombres que representan; deben ser adoradas directamente por su propio bien, como los paganos adoraban semidioses y héroes. Lord Polkerton y el almirante Bangs no están representados en el acto de adoración, sino en la actitud de ser adorados. Pues el siglo XVIII, que ha dado en llamarse la Edad de la Razón, fue en verdad la Edad de la Idolatría.

Otro vandalismo más sutil

        Esto, sin embargo, es un paréntesis. El asunto es que el fanático americano sería un individuo mucho mejor que el hombre de la cadena de tiendas americanas, que encuentra a la mitad de Londres en las cadenas de sus tiendas baratas y chatas. Si la dinamita del iconoclasta hundiera todo el frente de la Abadía de Westminster, me sentiría mucho menos horrorizado de lo que lo estoy actualmente ante el proyecto de un tendero yanqui de construir una torre con campanas, más alta que la Catedral de Westminster. Es curioso reflexionar en los pocos descaros aislados de la crítica y la sensibilidad que aún subsisten. Imagino que, si un americano erigiese justamente frente al Castillo de Windsor, del otro lado del río, otro castillo exactamente igual a aquél, sólo que un poco más grande (construido con materiales baratos y menoscabados), y luego enarbolara la bandera de su propia antigua familia en directo desafío a la bandera personal del Rey, en la sociedad habría mucha gente que diría que el americano, por rico que fuese, estaría yendo un poco lejos. Lo que demuestra cuánto más seguro es insultar a la religión que a la realeza.

        En segundo lugar, en la gran filosofía moral de ser justo con los vándalos, debemos recordar que en la vida existe cierto elemento que tiene hasta cierto derecho a su lugar en la vida, aunque ese lugar no siempre puede ser descubierto con facilidad, sin desplazar cosas mejores. Hablamos de positivo y negativo, de creación y destrucción; pero de alguna manera la asociación es incorrecta. La destrucción no es negación; por lo menos, no siempre. Hay un placer positivo en la destrucción que puede ser inocuo y es verdaderamente real. Es inocente, pues los chiquillos lo sienten con fuerza cuando por primera vez rompen un papel o una vara. Pero confío en que pocos de nosotros hemos perdido completamente la inocencia, como para poder beber la más profunda alegría por destruir un hogar feliz. ¿Acaso existe alguien cuyo espíritu esté tan muerto que jamás lo hayan asaltado, mientras está en un lugar respetable, unas ganas locas de tomar una maceta con su planta y arrojarla al jardín del frente o a la calle para que se haga añicos? No deben reprimirse totalmente esas cosas, que también son de Dios.

Las cosas poco han cambiado

        Está todo explicado en un balada que mis amigos y yo compusimos hace años, después que destrocé contra el suelo un gran vaso de cristal. El estribillo decía: «Me gusta el ruido del vidrio que se rompe». Y aunque no me gustaría que se rompiera el cristal de la Catedral de Chartres sólo para satisfacer este gusto, puedo imaginar dos tipos de seres humanos que podrían hacerlo y seguir siendo humanos. Un loco podría hacerlo, porque piensa que no es cristiano hacer cuadros con la vida de Cristo; y un niño podría hacerlo porque le gusta el ruido del vidrio al romperse. Esto, en lo relativo a la defensa del vándalo más decoroso, el destructor.

        Pero el nuevo tipo de vándalo es mucho más indefinible. El burdo vándalo creador es mucho más pestilente y peligroso. Mucho más hay para decir del conquistador, que crea una soledad y la llama paz, que del otro que crea un pandemonio y lo llama progreso. Pues marca a fuego en la memoria el cuadro vívido y positivo de su propia mezquindad y estupidez. Los bárbaros que asolaron el mundo pueden preponderar en tanto algunas cosas buenas fueron olvidadas, pero no insistieron en que se debían recordar sus propias cosas bajas y bárbaras. Mas eso es, exactamente, lo que hace el «constructivo» hombre rico de ideas vulgares. Eso es, exactamente, lo que hace el vándalo moderno.

        Produce un placer melancólico pensar que, si una civilización disolvente introduce fuerzas más parecidas a las de los antiguos vándalos, si tribus nómadas de Asia o de Europa oriental penetran con el afán destructor, viejo como el mundo, animal, casi automático de los hunos o de los Bashi-Bazouks, por lo menos hundirían y arruinarían toda la nueva civilización sin la menor pretensión de reconstruirla; y esos descollantes departamentos deslumbradores, o las largas sucesiones de vitrinas de vidrio de las tiendas que relampaguean, yacerán en el polvo, en grandes montones, a los pies de cosas mejores.