Felicidad y egoísmo
Alfonso Aguiló
La esfera y la cruz

 

 

 

 

 

Donde no está la felicidad

        Es curioso cómo muchas personas piensan que la felicidad es algo reservado para otros, y muy difícil en sus propias circunstancias. A lo mejor el pobre, si oye hablar de felicidad, piensa que es cosa que se está diciendo para los ricos, que sólo los ricos son, quizá, felices. Y los ricos, poderosos y afamados, quizá de su propia grandeza prisioneros, pensarán que se refiere a la gente sencilla, a los que ellos, inexplicablemente, ven tantas veces disfrutar y reír con cosas a las que su condición les impide acceder.

        Corremos el peligro de pensar que la felicidad es como una ensoñación que no tiene que ver con el vivir ordinario y concreto. La relacionamos quizá con grandes acontecimientos, con poder disponer de una gran cantidad de dinero, o tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante, o protagonizar hazañas enormes...; y no suele lograrse con eso.

        La prueba es que la gente más rica, o poderosa, o que mejor juega al fútbol... no coincide con la gente más feliz.

        —Eso es un tópico. Como si para ser feliz hubiera que ser pobre, miserable y desafortunado...

        No he dicho eso. Ni una cosa ni la otra. De entre los pobres, miserables y desafortunados, unos son felices y otros no. Y entre los ricos y poderosos, los hay también felices e infelices. Eso demuestra que la felicidad y la infelicidad provienen de otras cosas, de cosas que están más en el interior de la persona.

        Son cuestiones íntimas, y si investigamos llegamos a descubrir que están causadas por nosotros mismos. Y muchas de las quejas que tenemos contra la vida, si nos examinamos con sinceridad y valentía, nos damos cuenta de que provienen de nuestro estado interior, de congojas por las cosas secundarias que nos apartan de proyecto principal de nuestra vida, del egoísmo. Pueden venir por acostumbrarse a ver con demasiado dramatismo pequeñas derrotas; derrotas, además, que con el paso del tiempo y vistas en el conjunto de la vida, pueden resultar victorias.

Por egoísmo o por soberbia

        Cuántas veces pasamos penas grandes por contratiempos mínimos. Cuántas veces un seguidor de fútbol es un hombre que está triste, que está desanimado, y que tiene una tristeza y un desaliento que duran, a lo mejor, varios días, porque resulta que su equipo, que parecía imbatible, ha perdido —o a lo mejor simplemente empatado— en su campo con uno de los colistas. O los pequeños contratiempos de la oficina, del trabajo, de la clase; o esos disgustos familiares que, por separado, se ve que no son cosas que tengan gravedad para producir en el corazón del hombre tanta pena o tanto disgusto.

        El egoísmo y la soberbia son los grandes enemigos de la felicidad. El egoísta vive ensimismado, emborrachado en su propia contemplación. Vivir en egoísmo es como vivir en un calabozo: oímos sólo nuestra propia voz; hablamos sólo de nosotros mismos; sólo escuchamos los lamentos de nuestro propio dolor; únicamente captamos la gloria de nuestra propia victoria personal. Cualquier otro interés está mediatizado por el interés propio. Ser egoísta es una desgracia. La generosidad y la felicidad están indefectiblemente ligadas, tanto como el egoísmo y la amargura.

        Todos, con nuestra capacidad de hacer el bien a quienes nos rodean, tenemos un tesoro que repartir; y, si no lo entregamos, se pierde, para nosotros y para los demás. Por eso, buscar la felicidad de los demás es uno de los caminos más directos para lograr la propia.

        Deberíamos preguntarnos con frecuencia si reparamos en los sufrimientos de los demás, porque es ése uno de los grandes secretos de la felicidad: trascender de uno mismo, descubrir al prójimo, darse cuenta de que hay a nuestro alrededor hombres que sufren, siquiera un poco, pero a los que podemos ayudar mucho.

Pensar en los demás, no en uno mismo

        Cualquiera de nosotros que no encontrase en su camino hombres que sufren debiera pensar si no será un egoísta encerrado en sí mismo. Porque la vida está llena de gente falta de compañía, de afecto, de verdad; de gente herida por la traición, por su propio difícil corazón. A nuestro alrededor hay personas que necesitan alivio, y sería interesante que cada uno de nosotros viese si no se ha acostumbrado tanto a disculparse, a estar atento sólo a sus propias heridas, que tiene tan arraigado ya el hábito de dar un rodeo y pasar de largo, que le parece que a su alrededor no hay nadie necesitado.

        Hay que aprender a no vivir centrado en uno mismo, a procurar interesarse sinceramente por lo ajeno...

        —Y si no sientes un interés sincero, ¡no te vas a poner a hacer el hipócrita, ¿no?!

        Ser educado o pensar en los demás no es hacer el hipócrita. Si uno se habitúa a preocuparse por los demás y a procurar ser agradable, y desarrolla su vida en esas coordenadas, le saldrá natural ser así, y sin hacer el hipócrita. Ese es el objetivo.

        Debemos esforzarnos por ser afables. Es triste que tantos hombres y mujeres hagan grandes sacrificios para poder lucir un coche o un traje un poco mejor, o adelgazar unos kilos, y sin embargo apenas se esfuercen por ser agradables, que es gratis y de mucho mejor efecto ante los demás.

Salir de uno mismo

        Para ser agradable es preciso salir de uno mismo y ser un buen observador de los demás. Todos tenemos en la cabeza la imagen de hombres o mujeres, quizás de apariencia modesta y de cualidades corrientes, pero perseverantes en la amistad, leales, que contagian a su alrededor alegría y serenidad; y su vida aparece como una luz, como una claridad, como un estímulo. Todos aseguraríamos que esos sí que son felices. Y si intentamos encontrar un algo común a todos ellos, quizás descubrimos que su secreto es que no están centrados en sí mismos.

        Algo parecido a lo que sucedía con Momo, la pequeña protagonista de ese libro de Michael Ende. Una niña surgida un buen día en la vida de unas personas sencillas. Nadie sabe quién es, ni de dónde viene, ni nada. Vive en unas ruinas de un antiguo teatro griego o romano. Pero todo el mundo quiere a la chiquilla. Las gentes se han dado cuenta de que han tenido mucha suerte por haber conocido a Momo. Se les hace la niña algo imprescindible. ¿Cómo han podido antes vivir sin ella? A su lado cualquiera está a gusto.

        A la hora de hacer balance de su atractivo, no es fácil decir qué cualidad especial le adorna. No es que sea lista. No. Tampoco pronuncia frases sabias. No se puede afirmar que sepa cantar o bailar o hacer acrobacias. ¿Qué tiene entonces? La pequeña Momo sabe escuchar; algo que no es tan frecuente como a veces se cree.

        Momo sabe escuchar con atención y simpatía. Ante ella, la gente tonta tiene ideas inteligentes. Ante ella, el indeciso sabe de inmediato lo que quiere. El tímido se siente de súbito libre y valeroso. El desgraciado y agobiado se vuelve confiado y alegre. El más infeliz descubre que es importante para alguien en este mundo. Y es que Momo sabe escuchar.