Voluntad decidida
Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

 

 

 

... soy un canalla si ...

        Dicen que la muerte blanca —la muerte por congelación— es una muerte dulce: entra una especie de sopor, lleno de sensaciones agradables en las que uno se encuentra, incluso, optimista... y entre dos sueños se escapa el alma. Aquel hombre, Guillaumet, lo sabía. No le costaba nada dejarse estar, recostado sobre el suelo helado, no levantarse después de una caída, decir ¡ya basta, se acabó!, y no volver a intentarlo de nuevo.

        La historia es de Antoine de Saint-Exupéry, en uno de sus mejores libros. La cuenta penetrando en la mente del protagonista y dialogando con él.

        Tenía además un montón de excusas a su favor: no conocía el camino, no sabía si el esfuerzo que estaba haciendo podría servirle de algo. Su avión, llevado por la tormenta, se había posado junto a la Laguna Diamante, sobre la vertiente chilena de Los Andes, en un embudo flanqueado por uno de los lados por el volcán Miapú, de seis mil novecientos metros. Solo. Perdido. Derribado a cada paso por la tormenta, en una zona de la que se decía: "los Andes en invierno, no devuelven a los hombres". Roto de golpes, de fatiga, de cansancio.

        "He hecho lo que he podido y ya no tengo esperanzas, ¿por qué obstinarse en este martirio?" Te bastaba cerrar los ojos para lograr la paz en el mundo. Para borrar del mundo las rocas, los hielos y las nieves. Y ya no habrá golpes, ni caídas, ni músculos desgarrados, ni quemantes hielos, ni ese peso de la vida que hay que arrastrar. Ya gustabas ese frío transformado en veneno y que, semejante a la morfina, te colmaba, ahora, de felicidad...

        Pero este hombre piensa en su mujer, en sus hijos, en sus compañeros. ¿Quién podrá mantener a esa familia que le aguarda en algún lugar de Francia si él se para? No, no les podía fallar. Ellos le querían, le esperaban. ¿Qué pasaría si supieran que estaba vivo? "Si mi mujer cree que vivo, cree que camino. Los compañeros creen que camino. Todos tienen confianza en mí y soy un canalla si no camino".

        Cuando volvía a caerse, repetía estas palabras. Cuando las piernas se negaban a avanzar más; cuando los huesos todos de su cuerpo gemían entumecidos por el frío y la humedad; cuando después de bajar tenía que volver a subir, como en un carrusel que no acababa nunca, volvía a repetir el mismo estribillo, "si creen que vivo, creen que camino, y soy un canalla si no sigo".

La razón mueve a la voluntad

        Cuando lo encontraron, su primera frase inteligible, llena de orgullo fue: "Lo que hice, te lo juro, ningún animal lo hubiera hecho".

        "Ningún animal lo hubiera hecho". Los animales no tienen voluntad ni libertad. Les mueven unos apetitos, siempre en la misma dirección. No saben de amor. Tienen sólo instintos, instintos ciegos, como son ciegos los sentimientos cuando no están dirigidos por la razón. Pero los hombres tenemos inteligencia y voluntad, y cuanto más uso hagamos de ellas, más nos alejaremos de los seres irracionales.

        Este episodio, profundamente humano, es un elocuente ejemplo de sometimiento heroico de los sentimientos a la fuerza imperiosa de la voluntad. Una subordinación que no significa prescindir de ellos, sino saber encauzarlos hacia donde deben ir. Un objetivo presentado por la razón, que mueve a una voluntad decidida a arrostrar las dificultades que se presenten, por amor a los suyos.

        La voluntad ha de tomar conciencia de su papel y remolcar de nuestro ánimo cuando sea preciso. Muchas veces habrá de hacerlo en solitario, sin la compañía de sentimiento favorable alguno. Esto, que ningún animal puede hacerlo, es paradigma de la grandeza de la condición humana.

        San Agustín ponía en la voluntad el precio del hombre. Santa Teresa hablaba de cómo "el demonio tiene gran miedo a las almas decididas y determinadas, que tiene ya experiencia le hacen gran daño". No seas tú de esos que se entusiasman con las primeras piedras y luego se desinflan, de esas personas que oscilan entre la euforia y el abatimiento en inacabable vaivén. Grandes ímpetus, fabulosos proyectos, altísimos ideales... y, luego, todo queda en nada. Condimenta esos afanes con la constancia, para que no resulten inútiles.

Dudas y fortaleza

        Pero peor aún son los que ni siquiera llegan a ilusionarse, aquellos se debaten en la duda permanente y habitual y no terminan de decidirse sobre si merece la pena luchar por algo.

        O aquellos otros que quizá acaban decidiéndose, y dicen que sí, que quieren, pero luego los hechos demuestran que quieren sólo en teoría. No suelen pensar mucho, y si piensan, no se deciden; si se deciden, no se lanzan; y si se lanzan, no perseveran. Prometen y no cumplen. Miran obsesivamente hacia atrás.

        O el inseguro y vacilante, que para todo duda: para elegir carrera, la ropa que se va a poner, o lo que va a hacer el fin de semana. Siempre está descontento de su decisión: le apetece lo que ve en los demás pero, cuando ya lo tiene, suele quedar insatisfecho y desear otra cosa. El resultado es una espiral de atormentamiento propio, consecuencia de no haber sabido autoeducar la voluntad.

        Todo lo que es valioso resulta difícil de alcanzar. Con razón decía Séneca que no es que nos falte valor para emprender las cosas porque sean difíciles, sino que son difíciles precisamente porque nos falta valor para emprenderlas. Para todo hace falta vencer dificultades, superar obstáculos, tener decisión. La audacia enriquece enormemente el carácter; Santa Teresa recomendaba "tener una santa osadía, que Dios ayuda a los fuertes".