Sentimientos que refuerzan la libertad
Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

 

 

Para conquistar la libertad

        Desde muy antiguo se pensó que eran malos aquellos sentimientos que disminuyeran o anularan la libertad. Ésta fue la gran preocupación de la época griega, del pensamiento oriental y de muchas de las grandes religiones antiguas.

        En todas las grandes tradiciones sapienciales de la humanidad nos encontramos con una advertencia sobre la importancia de educar la libertad del hombre ante sus deseos y sentimientos. Parece como si todas ellas hubieran experimentado, ya desde muy antiguo, que en el interior del hombre hay fuerzas centrífugas y solicitaciones contrapuestas que a veces pugnan violentamente entre sí.

        Todas esas tradiciones hablan de la agitación de las pasiones; todas desean la paz de una conducta prudente, guiada por una razón que se impone sobre los deseos; todas apuntan hacia una libertad interior en el hombre, una libertad que no es un punto de partida sino una conquista que cada hombre ha de realizar. Cada hombre debe adquirir el dominio de sí mismo, imponiéndose la regla de la razón, y ése es el camino de lo que Aristóteles empezó a llamar virtud: la alegría y la felicidad vendrán como fruto de una vida conforme a la virtud.

        Aristóteles comparaba al hombre arrastrado por la pasión con el que está dormido, loco o embriagado: son estados que indican debilidad, no saber controlar unas fuerzas que se apoderan del individuo y que son extrañas a él.

Hay sentimientos que
disminuyen nuestra libertad
y sentimientos que la refuerzan.

        Porque, aunque es cierto que el hombre arrastrado por la pasión puede realizar acciones excelsas, también sabemos que puede cometer toda clase de barbaridades.

Sentimientos y deberes

        Como ha señalado José Antonio Marina, hay valores que sentimos espontáneamente, pero hay otros que, para reconocerlos, necesitamos pensarlos. Por ejemplo, el sediento percibe de modo inmediato lo atractivo, lo deseable y lo valioso del agua: es un valor sentido; sin embargo, el enfermo renal, que también necesita ingerir grandes cantidades de agua, ha de esforzarse por beber, y actúa pensando en un valor cuya valía quizá no siente: se trata de un valor pensado.

        Y esto se repite de continuo en la vida diaria. Muchas veces, las cosas que antes habíamos percibido como valiosas se nos presentan después como una realidad fría y poco atractiva, despojada de esa viva implicación que otorgaba el sentimiento. Pero el valor permanece idéntico, aunque se haya oscurecido el sentir.

        Sucede entonces que nuestro deseo de buscar el bien pone límites a los demás deseos. Y así entran en escena toda una serie de normas éticas que deben regular nuestros deseos.

Sentimientos que impulsan bien

        — O sea, es como una especie de limitación autoimpuesta, una restricción de unos deseos por otros de orden superior.

        Sí, aunque los valores éticos no han de entenderse habitualmente como limitación; las más de las veces serán precisamente lo contrario: un vigoroso estímulo que generará o impulsará otros sentimientos (de generosidad, de valentía, de honradez, de perdón, etc.), que en ese momento serán necesarios o convenientes.

La ética no observa con recelo
a los sentimientos.

        Se trata de construir sobre el fundamento firme de las exigencias de la dignidad del hombre, del respeto a sus derechos, de la sintonía con lo que exige su naturaleza y le es propio. Y el mejor estilo afectivo, el mejor carácter, será aquél que nos sitúe en una órbita más próxima a esa singular dignidad que al ser humano corresponde. En la medida que lo logremos, se nos hará más accesible la felicidad.