Palabras feas
Carmen Posadas
XLSemanal, 24-30 de junio de 2007
La libertad en la encrucijada
Samuel Gregg

 

Una democracia mal entendida

 

        Quienes vamos teniendo ya una edad, y yo tengo cincuenta y tres años, sabemos lo que es el peso de la culpa, o el de la censura. Incluso los que no recibimos una educación religiosa, como es mi caso, hemos sufrido los efectos de tan eficaces corsés de antaño.

        Vinieron después la democracia, la apertura, el destape y la posibilidad de abrir las ventanas y ventilar el desván tan lleno de telarañas. Fue así que palabras como 'censura', 'culpa' e incluso 'responsabilidad' pasaron a ser feas o retrógradas y, por tanto, podían ser ridiculizadas. Pero da la casualidad de que las palabras no son bellas o feas, malas ni buenas. Son, si uno quiere, como un vaso: su contenido unas veces puede resultar benigno y otras, malvado.

        Hablemos primero de la más fea de todas, 'censura'. De tanto luchar contra ella durante el franquismo tendemos ahora a creer que es algo que hay que combatir. Pero censurar quiere decir literalmente "juzgar el valor de una cosa, sus méritos y faltas", nada más. Sin embargo, como se considera una palabra del pasado y, por tanto, fea, hoy en día nada resulta censurable. Ni lo moralmente reprobable ni lo éticamente perverso; todo vale porque lo que no vale es censurar, que eso es de antiguos y de fachas.

        Otra palabra trasnochada es 'responsabilidad'. Antes, la repetían mucho los padres, los maestros, los educadores: "Niños, tenéis que ser responsables, tenéis que comportaros como adultos". Ashora, en cambio, se dice que los niños deben ser niños el mayor tiempo posible. "Dejadlos, pobrecillos -dicen los modernos-, ya tendrán tiempo de ser adultos y responsables", sin darse cuenta de que crecer no es ninguna desgracia y ser responsable es algo bastante útil en la vida. Sin advertir, tampoco, que la responsabilidad o se aprende muy pronto, en la infancia, o no se aprende nunca.

Y comienzan los problemas

        Y me queda por fin la más fea de las feas, la palabra 'culpa'. Es cierto que en tiempos pretéritos, dicho término llegó a ser muy cruel. Se fomentaba sin sonrojo la culpa para que nadie sacase nunca los pies del tiesto. De este modo, por ejemplo, si uno faltaba al octavo mandamiento (no mentir) o al cuarto (honrar a los padres) y no digamos nada si pecaba contra el sexto, se sentía fatal: se sentía culpable. Ahora, si ustedes se fijan, hemos descubierto un truco perfecto para librarnos de tan incómoda losa: la culpa de todo lo que nos pasa siempre la tiene otro. La tiene la sociedad, que es muy mala, o el Gobierno, que es un desastre, o el calentamiento global o el lucero del alba. En este mundo buenííísimo en el que vivimos, hasta para las faltas más graves se encuentra siempre una razón eximente. Cuántas veces hemos oído decir que si fulano es un violador es porque tuvo una infancia muy desdichada. O que si mengano es un asesino se debe a que viene de una familia disfuncional. Y eso está muy bien y es muy guay, pero la autocomplacencia tiene un lado perverso: si la culpa de todo lo que nos pasa la tiene otro, nunca vamos a hacer nada por mejorar nuestra situación. Porque culpar al mundo cruel es muy cómodo, pero también muy estúpido.

        Sé que lo que acabo de decir va en contra de esta realidad Walt Disney que nos hemos inventado en la que "to er mundo é güeno" y los pajaritos cantan y la Luna se levanta. Sé también que es lógico que las palabras que antes se usaron de modo autoritario, cuando no cruel, sufran su purgatorio y sean revisadas. Pero una cosa es revisar un concepto y otra muy distinta es prescindir de él. Como decía antes, las palabras no son feas ni hermosas. Incluso las más bellas, como `libertad´, `amor´ o `amistad´ tienen su lado amargo, cuando no perverso. El secreto, creo yo, está en usar cada palabra con sabiduría. Eso al menos es lo que hace un adulto. Lo malo es que últimamente y para algunos papanatas, 'adulto', 'crecer' y 'madurar' también son palabras feas. Vaya por Dios.