Dos dedos de conciencia
Alfredo Ortega-Trillo
Cartas del diablo a su sobrino

 

Democracia y conciencia

        Con la muerte de las utopías el sentido moral también se nos ha ido muriendo, dejando a la sociedad al garete de un nihilismo banal y frívolo.

        Sería lo más fácil resignarnos a la muerte de los valores y dejar que nos caigan paladas de tierra en el alma, pero ni a usted ni a mí ni a nadie con dos dedos, ya no de frente sino de conciencia, nos es posible soslayar más nuestro pequeño pedacito de responsabilidad en estos asuntos de que dependen los destinos de la humanidad.

        Lo cierto es que para bien o para mal la democracia, este régimen del desencanto, ya asumido por voluntad propia de los pueblos o impuesto desde afuera a cañonazos (como si la democracia y la oropelesca libertad vacía de contenido moral, que la acompaña, pudieran imponerse por la fuerza y desde afuera) ha venido socavando los fundamentos de la moral desde hace años, trivializándola, relativizándola y colocándola, en el más servil de los casos, a disposición del bienestar.

        Nos hemos acostumbrado tanto a escuchar la palabra democracia como panacea social, que ya ni siquiera la cuestionamos. Mas, ya que vivimos en ella (o que al menos aspiramos a) debiera importarnos confrontarla con esta reflexión sobre el relativismo moral en que se sustenta al reconocer el bienestar como único criterio de valor, colocando el peso arrollador del número por encima del peso de la verdad y de la justicia.

        Ya como convicción política, ya como producto de exportación, la democracia puede ser tan arbitraria como lo fue Pilatos, "el primer demócrata perfecto", definido así por el Cardenal Ratzinger, en su Verdad, Valores, Poder: "Al lavarse las manos evadió el dilema de su conciencia" y su responsabilidad de decidir la derivó a la mayoría, fundamento único en que se legitima toda democracia, y donde el peso del número en este veredicto, como se sabe, se impuso a la verdad y a la justicia sacrificando al Justo.

El consenso, la conciencia y la libertad

        No hace falta ser musulmanes fundamentalistas para apercibirnos de la afrenta que el binomio democracia-libertad (autoadquirido o impuesto) comete progresivamente contra otro género de libertad mucho más íntimo del hombre. Nos debería bastar una convicción cristiana para entender que el principio primordial del criterio en que se basa la libertad política de la democracia (obsesionada por un progreso exclusivamente material) "tiene gato encerrado"; nos deberían bastar dos dedos de conciencia para entender que el culto a esos dioses menores que son el éxito, la fama, el poder, el goce; en que nos adoctrina el mercado de la publicidad, no son sino la enajenación de nuestra libertad más íntima, la de la conciencia.

        Según el derecho en una democracia, justo es lo que los órganos judiciales disponen que es justo, apoyándose más en procedimientos de forma (el consenso establecido en ley) que en los criterios de verdad a los que aspira la conciencia. Se ufana pues la democracia diciendo que nadie está por encima de la ley, pero lo está la verdad, aunque muchas veces esta verdad incomode el principio de bienestar. La postura del Papa contra el aborto es una clara definición en favor de la verdad a la luz de la conciencia y en desprecio de ese cómodo bienestar.

Y verdad y libertad

        La historia nos ha rebelado que la mayoría es manipulable y fácil de seducir, ya por líderes, ya por las cambiantes opiniones del entorno cultural del momento. Lo que no cambia es la verdad, esa categoría universal y eterna en que se funda la moral y que Jesucristo declaró como fundamento de libertad al expresar: "La verdad os hará libres". Aunque la democracia liberal nos distraiga con esas dos libertades suscritas al sufragio y al poder de compra, la libertad que nos humaniza es aquella basada en la verdad. Por eso cuando se sobrepone a esta verdad el bienestar, cuando se asiste al reduccionismo de la moral, relativizándola a la mera satisfacción de las necesidades materiales, no podemos hablar de libertad humana, sino de mero instinto.

        Si el fundamento de la moral es la conciencia, la conciencia no puede quedarse en la esfera subjetiva, ni sólo ser un reflejo de la opinión generalizada en el momento de una cultura. De acuerdo con su misma tendencia natural, la conciencia aspira a buscar no "una" verdad, sino "la" verdad. En su ayuda concurre la riqueza que ya existe en el legado de la memoria cristiana que salvaguarda la institución de nuestra Iglesia, la que no está por encima de la conciencia, sino a su servicio.