Sensibilidad ante los sentimientos ajenos
Alfonso Aguiló
Carácter y valía personal

 

 

Incapaces de darse cuenta

        Hay personas que sufren de una especial falta de intuición ante los sentimientos de los demás.

        Pueden, por ejemplo, hablar animadamente durante tiempo y tiempo, sin darse cuenta de que están resultando pesados, o que su interlocutor tiene prisa y lleva diez minutos haciendo ademán de querer concluir la conversación, o dando a entender discretamente que el tema no le interesa en absoluto.

        A lo mejor intentan dirigir unas palabras que les parecen de amigable y cordial crítica constructiva –a su cónyuge, a un hijo, a un amigo–, y no se dan cuenta de que, por la situación de su interlocutor en ese momento concreto, sólo están logrando herirle.

        O irrumpen sin consideración en las conversaciones de los demás, cambian de tema sin pensar en el interés de los otros, hacen bromas inoportunas, o se toman confianzas que molestan o causan desconcierto.

        O quizá intentan animar a una persona que se encuentra abatida después de un disgusto o un enfado, y le dirigen unas palabras que quieren ser de acercamiento pero, por lo que dicen o por el tono que emplean, su intento resulta contraproducente.

        O hablan en un tono imperioso y dominante, pensando que así quedan como personas decididas y enérgicas, y no se dan cuenta de que cada vez que con su actitud cierran a uno la boca suelen hacer que cierre también su corazón.

Una sordera peculiar

        —¿Y por qué crees que esas personas son así? ¿Por qué parecen entrar en la vida de los demás como un caballo en una cacharrería?

        No suele ser por mala voluntad. Lo más habitual es que, como decíamos, les falte sensibilidad ante los sentimientos ajenos.

        Como ha señalado Daniel Goleman, las personas no expresamos verbalmente la mayoría de nuestros sentimientos, sino que emitimos continuos mensajes emocionales no verbales, mediante gestos, expresiones de la cara o de las manos, el tono de voz, la postura corporal, o incluso los silencios, tantas veces tan elocuentes. Cada persona es un continuo emisor de mensajes afectivos del más diverso género (de aprecio, desagrado, cordialidad, hostilidad, etc.) y, al tiempo, cada persona es también un continuo receptor de los mensajes que irradian los demás.

        Esas personas de las que hablábamos, tan inoportunas, son así porque apenas han desarrollado su capacidad de captar esos mensajes de los demás: se han quedado –por decirlo así– un poco sordas ante esas emisiones no verbales que todos irradiamos de modo continuo.

Autosordos

        Es un fenómeno que notamos también en nosotros mismos cuando quizá a posteriori advertimos que nos ha faltado intuición al tratar con determinada persona; o que no nos hemos percatado de que estaba queriendo darnos a entender algo; o caemos después en la cuenta de que, sin querer, la hemos ofendido, o hemos sido poco considerados ante sus sentimientos.

        Es entonces cuando advertimos nuestra falta de empatía, nuestra sordera ante las notas y acordes emocionales que todas las personas emiten, unas veces de modo más directo, y otras más sutilmente, más entre líneas.

Lo importante: darse cuenta —Pero caer en la cuenta de que hemos cometido esos errores es ya un avance.

        Sin duda, pues nos proporciona una posibilidad de mejorar. A medida que aumente nuestro nivel de discernimiento ante esos mensajes no verbales que emiten los demás, seremos personas más sociables, de mayor facilidad para la amistad, emocionalmente más estables, etc.

        Se trata de una capacidad que resulta decisiva para la vida de cualquier persona, pues afecta a un espectro muy amplio de necesidades vitales del hombre: es fundamental para la buena marcha de un matrimonio, para la educación de los hijos, para hacer equipo en cualquier tarea profesional, para ejercer la autoridad, para tener amigos..., en fin, para casi todo.