Muros o puentes
Alfredo Ortega-Trillo
Pensar por libre
Enrique Monasterio

 

 

Naturaleza y libertad

        A 17 años de la caída del muro de Berlín el senado de
los Estados Unidos votó porque se levante un muro fronterizo entre su país y México. Cierto que el primero era para que no salieran y el segundo para que no entren; en el fondo los muros sirven para lo mismo: separar a los de adentro de los de afuera o a los de afuera de los de adentro.

        En algún momento de nuestra línea genealógica todos hemos buscado un destino al otro extremo del camino, de otro modo no estaríamos aquí. Los pasos de la historia los han dado muchos pasos que llegaron caminando de otras tierras en busca de una vida promisoria. La historia está llena de migraciones y, de alguna manera, han sido las migraciones las que han hecho la historia, pero el 30 de septiembre pasado el senado norteamericano, con ochenta votos de cien senadores manifestó su estrechez de criterio al confundir con un problema de seguridad nacional lo que es un fenómeno social inherente a la historia de la humanidad, y decidió levantar el muro.

        No le corresponde al gobierno mexicano reclamar por un derecho soberano de los Estados Unidos a encerrarse en sí mismos. Podrán excluirse de la historia y del mundo si quieren, aunque no lo harán sin pisotear el derecho primero y natural, inherente a la libertad de todos los eres humanos de vivir donde quieran. Por eso, seguirán siendo ilegales los indocumentados al norte de la frontera, pero eso nunca los hará delincuentes; y, por eso, cada vez que se criminalice su estatus se cometerá una injusticia contra ellos, porque el verdadero crimen ya lo ha cometido antes la ley jurídica al violentar el derecho natural de migrar, ese mismo al que Juan Pablo II se refirió cuando exhortó a todas las diócesis del continente americano a unirse contra las restricciones de cada persona para moverse libremente dentro de su propia nación y de una nación a otra (Ecclesia in America 236).

Puentes y no muros

        El muro traicionará la espiritualidad cristiana del pueblo norteamericano, porque la enseñanza de Jesucristo y su ejemplo de vida no fueron la comodidad económica ni la seguridad apertrechada sino el amor al extremo del sacrificio, y es bajo este tenor que se entendía: "Buscamos despertar en nuestros pueblos la misteriosa presencia del Señor crucificado y resucitado en la persona del migrante.", en la carta pastoral promulgada por aquella convención sin precedente de obispos norteamericanos y mexicanos del 23 de enero de 2003. La carta se tituló: "Juntos en el camino de la esperanza", y aunque bien habrían podido merecer aquellas palabras quedar impresas en oro para la posteridad, decisiones como ésta del senado sugieren que se empolvarán en el olvido.

        Al doblar el milenio se nos llenaba la boca con el discurso eufórico determinista de la globalización e imaginábamos que nos hallábamos todos en el umbral de un fenómeno nuevo que nos conduciría hacia la homogeneización de un progreso democratizador en todo el planeta. Algunos en México incluso llegaron a creer que el Tratado de Libre Comercio iba encaminado en esa dirección y hasta, ilusamente, creyeron que ya faltaba poco para que desaparecieran las fronteras entre Canadá, Estados Unidos y México. En la práctica desaparecieron sólo para los productos comerciales. La decisión del congreso norteamericano de levantar el muro fronterizo ahora nos restriega en la cara que las personas no estábamos en el plan y que, por el contrario, la distancia entre Estados Unidos y México, como entre los países del norte y del sur del planeta, se dilata a través de cercas y muros, lo mismo que a través del tiempo: en Estados Unidos se practican ya vuelos subespaciales, y de México hacia el sur son cada vez más las personas que aún no han nacido y que nunca se subirán a un avión ni tendrán una computadora.

        Juan Pablo II lo había dicho bien: "El mundo no necesita muros sino puentes".