El móvil de Vicky
Enrique Monasterio
Mundo Cristiano
Pensar por libre
Enrique Monasterio

 

 

El móvil y el problema de Vicky

        A Vicky, los Reyes le regalaron un móvil con una tarjeta para hacer llamadas por cinco mil pelas y un papelito que decía: "que te dure hasta junio".

        El móvil de Vicky era una pasada. Tenía cuatro o cinco carcasas de colores intercambiables, una para cada día de la semana: el lunes amarilla, el martes roja, el miércoles azul... Además, avisaba las llamadas, no con los típicos timbrazos convencionales, sino haciendo sonar a toda pastilla Yellow submarine.

        —Menuda horterada –le dijo su primo Luis–.

        —Pues a mí me mola –le contestó Vicky–. Y a Santi también.

        Santi, por aquellos días, era el niño de moda en tercero. Gracias a Dios, nunca llegó a sospechar que lo adoraban treinta intrépidas adolescentes y que, al menos tres, se declaraban perdidamente enamoradas de él.

        Vicky, la verdad sea dicha, no era muy popular en clase. Es más, creo que la mayoría le tenía cierta tirria. Y, aunque las fobias y las filias que albergan los turbulentos cerebros de los chavales no tienen demasiada lógica, pienso que, en este caso, había una explicación: Vicky presumía bastante más de lo socialmente admitido. Le encantaba llamar la atención, y, desde que le trajeron el móvil, se puso definitivamente insoportable.

        Cuentan las malas lenguas que, cuando cogía el teléfono y se refugiaba en un rincón del patio para hacer risitas gesticulando aparatosamente con el móvil pegado a la oreja, en realidad no había nadie al otro lado de la línea; sólo pretendía hacerse notar.

        —¿Quién te ha llamado, Vicky?

        —Un amigo de mi hermano mayor, que estudia Empresariales…

Un profundo desencanto

        —Jo...

        Un día, en plena clase de lengua, empezó a sonar Yellow submarine a todo trapo. Fue una bromita pesada de Ana, su enemiga íntima. Vicky trató de sacar el móvil para pararlo antes de que se percatara la profe; pero Ana se lo había escondido en un bolsillo de la mochila poco accesible. Hubo bronca, y las dos protagonistas estuvieron sin hablarse casi quince días.

        Pocos meses después, el famoso móvil pasó de moda. Se conoce que el invento ya no llamaba la atención. Además, Vicky había empezado el curso un poco más apagada.

        —¿Te ocurre algo, Vicky?

        —No.

        Algo le dolía, desde luego. Y, al final, después de una larga serie de "nomepasanada, déjemenpaz, pasodetodo", etc., llegamos al meollo de la cuestión.

        —Todos pasan de mí…

        —¿También Santi?

        —puffff…

        —Por cierto, ¿qué has hecho del teléfono?

        —Paso. No quiero ni verlo.

         Vicky entonces, lentamente, abrió la cartera, sacó el aparato con su carcasa azul y se dispuso a filosofar:

        —¿Lo ve? He dado mi número a todas mis amigas; pero desde hace una semana no llama nadie. Este cacharro sólo sirve para comprobar lo sola que está una.

Soledad profunda aunque muy acompañada

        Lo volvió a guardar casi con furia, y, como quien dice algo muy bien pensado, soltó una especie de sentencia de calendario:

        —La soledad es esto: un móvil que no suena nunca.

        —Caramba. Eso sí que es una buena definición… ¿Me dejas que la emplee para un artículo?

        —Por mí… ¿Y qué va a sacar de aquí?

        Le recordé que hay un teléfono que nos conecta directamente con Dios y que no deja de sonar ni un instante porque, en el diálogo del Señor con los hombres, la iniciativa es suya; quiere ser nuestro interlocutor a todas horas. "Yo estoy a la puerta y llamo" –dice el Apocalipsis–. "Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo".

        —Eso está muy bien –me contestó–; pero yo no lo oigo.

        —Lo que pasa es que no grita tan fuerte como Yelow submarine. Habla en voz baja, y hay que tener bien ajustado el teléfono y bien limpios las oídos para captar sus palabras. Y, por supuesto, que, cuando llame, no nos encuentre comunicando.

        —¿Comunicando?

        —Sí. Comunicando con nosotros mismos. Todos vamos algunas veces como si tuviéramos un móvil pegado a la oreja; parece que hablamos con alguien; pero sólo es un truco para taparnos los oídos.

        —No se pase…

        —Es verdad. Quizá exagere un poco; pero ¿no es cierto que corremos más riesgo que nunca de aislarnos de los demás, precisamente con esos medios técnicos que deberían servir para todo lo contrario?

        Cuando terminamos de charlar, me pareció que Vicky se iba un poco triste. Aquella tarde, a la salida del colegio, marqué el número de su móvil. No tardó ni un segundo en responder:

        —Síííííííííí…?

        Había tanta alegría en su voz, que, por no desilusionarla, no me atreví a identificarme: colgué sin decir palabra.