El aprendizaje de la decepción
Alfonso Aguiló
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Educar el carácter

 

 

Aprovechar el fracaso

        Otro elemento importante es el modo en que los niños van superando las primeras crisis de entidad que se presentan en su vida. Si las superan bien, se enfrentarán de manera mucho más optimista a las siguientes. En cambio, los niños que han vivido situaciones críticas crónicas o mal resueltas tienden a sufrir fracasos semejantes más adelante.

        —¿A qué te refieres con lo de las crisis mal resueltas?

        Los sentimientos de fracaso o de decepción, cuando no se saben asumir, tienden a mantenerse fijos en la memoria, parpadeando como un señuelo perturbador. Y en vez de aportar una experiencia, siempre aleccionadora, hacen que se apodere de la mente una idea negativa sobre uno mismo o sobre los demás.

        —¿Y la solución?

        Quizá aprender a hacer las paces con uno mismo. En muchos casos, con sólo aceptar serenamente el error, se esfuman los fantasmas del fracaso y puede llegarse a muchas enseñanzas útiles. Es preciso hacer frente al abatimiento o al enfado, reconducir nuestros pensamientos y, de esa manera, acabar reconduciendo también nuestros sentimientos. El hecho de hacer frente a los pensamientos negativos va disipando los estados de ánimo pesimistas, y con el esfuerzo sostenido, día a día, esto acaba convirtiéndose en un hábito. Cuando una persona logra transformar el fruto del fracaso en una herramienta que forja su persona y la templa, hace entonces un descubrimiento tremendamente liberador.

        Como ha señalado José Antonio Marina, hay dos tipos de razonamientos peligrosos a la hora de afrontar un fracaso. El primero es éste: «Si procuro hacer las cosas bien, me irá bien; como lo cierto es que me va mal, no lo estoy haciendo bien». Conclusión: depresión y culpabilidad.

        Y el segundo es análogo: «Si procuro hacer las cosas bien, me irá bien; estoy haciendo las cosas bien, pero me va mal. Luego el mundo es injusto». Conclusión: cólera e indignación.

Una de las claves
de una buena
educación sentimental
es aprender a asumir el fracaso.

Los recursos previos

        En este punto influye de modo decisivo el sentido que cada uno haya querido dar a su vida. Como subrayó Martin Seligman al término de los estudios a que antes nos referíamos, puede decirse que durante las últimas décadas hemos asistido en bastantes ambientes a un ascenso del individualismo y a un cierto declive de las creencias religiosas y del soporte moral proporcionado por la familia y la sociedad, y eso ha supuesto la pérdida de toda una serie de recursos útiles para amortiguar los reveses y fracasos de la vida. En la medida que uno cuente con una perspectiva más amplia –como la creencia en Dios o en la vida después de la muerte–, los fracasos quedan inscritos en un contexto distinto, mucho más resistente al abatimiento y la desesperanza.

        Cuando se saben enmarcar las cosas en su justo contexto, se comprende que el hombre sólo fracasa realmente cuando fracasa como persona: ése es el verdadero y profundo desengaño, el que convierte en una tragedia la propia vida. No hay nada más frustrante que experimentar éxito en lo exterior cuando lo que hay en el propio interior sólo produce sonrojo y vergüenza.