El sentido de la vida, la dignidad humana, el sufrimiento y la muerte

Estas reflexiones fueron pronunciadas por el dominico español Fausto B. Gómez durante el Encuentro Internacional de Vida Ascendente celebrado en Bangkok (Tailandia) en noviembre de 2002. Es el extracto de una conferencia sobre pastoral de personas mayores pronunciada por el religioso, un teólogo que lleva 11 años dirigiendo el Centro para la Tercera Edad de la Universidad Santo Tomás de Manila (Filipinas).

Fausto B. Gómez, OP.
Teólogo y promotor del movimiento Vida Ascendente en Filipinas
www.e-cristians.net

Sentido de la Vida y de la dignidad humana

        En su poderosa encíclica Evangelium Vitae (1995), Juan Pablo II afirma que ''los mayores tienen una valiosa contribución que hacer al Evangelio de la vida''. Por su parte, el Consejo Pontificio para los Laicos escribe que ''los planes de pastoral de los mayores y con los mayores deben enraizarse en la defensa de la vida''. Ciertamente, el movimiento Vida Ascendente está plenamente comprometido con la cultura de la vida. Las prioridades en este compromiso se centran en el sentido de la vida y de la dignidad humana, del sufrimiento y de la muerte. La vida humana es un bien primario de un valor inestimable e inviolable, una de las cosas vivas más hermosas del mundo. Es un gran regalo de Dios, un signo de su maravillosa presencia en nosotros. Es algo sagrado. También es una tarea para todos los humanos: administrarla bien, defenderla y de promocionarla con otros.

        La vida humana es un gran valor porque es la vida de la persona humana, un animal racional, un ser humano libre, un ser capaz de amar y ser amado, una criatura de Dios y, ante todo, un hijo o hija de Dios: ¡un peregrino! Somos peregrinos caminando hacia 1.000 destinos, todos enfocados hacia el objetivo de la felicidad, hacia el fin último, es decir, hacia Dios. En Tertio Millennio Adveniente (1994) Juan Pablo II nos dice que ''la vida es una peregrinación hacia la Casa del Padre''. El más auténtico sentido de la vida es darse a uno mismo (dar la vida) al servicio de los demás, y hacerlo por amor. ¡Jean Guitton ha descrito la ancianidad como la edad oblativa del amor! La cuestión del sentido de la vida es la más radical para todos los seres humanos. Nietzsche escribió estas palabras llenas de sentido: ''Aquél que tiene un porqué para vivir puede soportar casi todos los cómo''.

        Para el cristiano, como para San Pablo (Fil 1:21), la vida humana es en realidad la vida de Cristo, que es nuestra vida: ''Yo soy el camino, la verdad y la vida'' (Jn 14:6). El Señor vino al mundo para que todos podamos tener vida, y una vida en plenitud (Jn 10:10). La vida en Cristo está llena de gracia y amor. La persona humana posee dignidad humana, que es perfección única, plenitud y valor. La dignidad humana, como dignidad ontológica o fundamental, es igual en todos los seres humanos. Así, una persona puede actuar cruel y criminalmente, con lo cual pierde su dignidad moral, pero nunca puede perder su dignidad humana básica. Para el cristiano, la más alta dignidad humana de la persona se halla en unión con Dios a través de Cristo, hijo de Dios y hombre perfecto (cf. Vaticano II, GS, n. 22, 32, 38, 45). Todos los seres humanos, los niños nacidos y los nonatos, los jóvenes y los viejos, hombres o mujeres, blancos o negros, filipinos o españoles... Todos los seres humanos son personas. Cualquier ser humano es igual a todos los demás. Ningún ser humano, hombre o mujer, ni es ni debería ser tratado como un objeto sino como un sujeto, no como un medio sino como un fin, no como ''ello'', sino como ''él'' o ''ella'' (o, mejor aún, ''tú'').

        Todo ser humano posee en esencia la misma dignidad humana y, por tanto, es merecedor de un respeto incondicional (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 90). No obstante, entre los seres humanos, los más débiles deberían ser protegidos de una manera especial. En la tradición cristiana, en particular, ser débil es título suficiente para merecer un respeto y una atención especiales. ¿Quiénes son los débiles hoy en día? Lo son, entre otros, los embriones humanos, los pacientes terminales, los inválidos, los marginados, los niños, las mujeres y los ancianos. Ellos merecen recibir, de parte de los cristianos, lo que se viene en llamar amor preferencial, tal y como han afirmado Juan Pablo II y Pablo VI (cf. Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 1981, 47; Pablo VI, Octogesima Adveniens, 1971, 15).

El derecho a la vida de las personas mayores

        La dignidad humana se expresa en los derechos humanos, empezando por el derecho a la vida, que es inalienable e indivisible. Nosotros defendemos una ética vital consistente simbolizada por la túnica, de una sola pieza, de Nuestro Señor. Juan Pablo II no cesa de decirnos que la vida humana debe respetarse desde el momento de la concepción (no al aborto) hasta la muerte natural (no a la eutanasia y a la pena de muerte). Nuestra vida no es realmente nuestra: ''Pertenece a Dios''. Somos los administradores de Dios. Dios es el Señor de la vida y de la muerte. Los obispos franceses ya lo dijeron muy bien: ''Una vida humana no pertenece a otros; ni siquiera a los padres que la han concebido; tampoco al Estado; nuestra propia vida ni siquiera nos pertenece a nosotros de un modo absoluto''.

        Dios dijo: ''No matarás'' (Ex 20:13). La eutanasia, ya legalizada en Holanda, en Bélgica y en Oregón (Estados Unidos), es inmoral. La eutanasia, al matar a un ser humano de manera activa, directa e intencional, es según el Vaticano II una de las infamias de nuestro tiempo. Atenta contra el derecho fundamental a la vida y también contra el mandato de Dios. Hablando objetivamente, la eutanasia ''voluntaria'' (o matarse a uno mismo) es un suicidio, y la ''involuntaria'' (la muerte impuesta por otros a pacientes que sufren) es un homicidio, otro crimen que clama al cielo. La eutanasia recibe a veces el nombre de ''matar por misericordia''. Nos preguntamos: ¿Cómo puede ser misericordioso el acto de matar a otro ser humano? ¿Cómo puede ser realmente misericordioso ayudar a cometer suicidio a alguien que está herido? La verdadera misericordia, o compasión, es una cualidad de auténtico amor al prójimo. Como ha dicho Juan Pablo II, ''la verdadera compasión nos lleva a compartir el dolor del otro, no a matar a la persona cuyo sufrimiento no podemos soportar'' (EV 66).

        Lo opuesto a la eutanasia es la distanasia. Mientras la eutanasia acorta la vida, la distanasia la prolonga de una manera desproporcionada, cuando el tratamiento es realmente inútil o supone realmente una carga demasiado pesada, sobre todo para el paciente. Normalmente lo que hace es alargar la agonía, para terminar en una muerte indigna, tras el uso de medios abusivos o desproporcionados (o extraordinarios) proporcionados por el imperativo tecnológico. Al igual que no dar el tratamiento suficiente puede ser inmoral, también puede serlo el tratamiento excesivo. El problema con la distanasia es que quiere posponer la muerte cuando ésta es inminente. El poeta Jorge Manrique escribió: ''Querer hombre vivir/ cuando Dios quiere que muera/ es locura''. A mitad de camino entre la eutanasia (profundamente inmoral) y la distanasia (tal vez inmoral) tenemos la ortotanasia o permitir la muerte. Estamos obligados a cuidar de nuestra vida, a protegerla de una manera razonable, pero no a tratar de prolongarla de manera irrazonable: ¡Para cada uno de nosotros, hay un momento para morir!

        Permitir la muerte es ético en dos situaciones: En primer lugar, cuando el tratamiento para prolongar la vida es realmente inútil para el paciente. En segundo lugar, cuando la prolongación de la vida (de la agonía) es una carga demasiado dura de soportar, sobre todo para el paciente. Hay otra posibilidad de acortar la vida indirectamente: cuando el paciente necesita calmantes que, directamente, le mitigarán el dolor, pero indirecta e involuntariamente pueden acortarle la vida (en ética se habla aquí del principio de doble efecto).

        La seria obligación de los profesionales de la salud de mitigar el dolor y el sufrimiento queda limitada por la prohibición de causar la muerte directa o eutanasia. La misión de los médicos no es solamente curar, sino también cuidar: dar cuidados paliativos o confort. El deber que todos tenemos con la humanidad sufriente es el de la solidaridad empática, es decir, dar a nuestros hermanos y hermanas que sufren un ''corazón cálido''. Esta solidaridad, producto de la empatía, es contraria al utilitarismo presente en algunos segmentos de nuestra sociedad, que parecen considerar a los ancianos una carga inútil. Eric Fuchs escribe: ''¿Cómo no van a sentirse culpables por seguir aquí, por salir tan caros y por ser inútiles?''.

        Afirmamos con energía que hay un derecho a la vida, pero no hay un derecho a la muerte. Podemos hablar, con sumo cuidado, del derecho a ''una muerte digna'' o a ''una muerte con dignidad'', es decir, una muerte que llega a su tiempo, ni antes (como en la eutanasia y el suicidio asistido) ni después (como en la distanasia). Juan Pablo II dijo en Viena, en 1988: ''Tanto la extensión artificial de la vida humana como el aceleramiento de la muerte, aunque emanan de diferentes principios, encierran ambos el mismo fundamento: la convicción de que la vida y la muerte son realidades confiadas a los seres humanos para que dispongan de ellas a su voluntad''. El Santo Padre añadió entonces que, ''al igual que el resto de seres humanos, nuestros ancianos tienen derecho a una vida digna y a una muerte digna''.

Sentido del sufrimiento

        La palabra ''sufrimiento'' deriva del término latino ''suferre'' o ''sub-ferre'', y significa soportar: El sufridor es el que soporta cargas. El dolor, aunque es de naturaleza principalmente física, está íntimamente ligado al sufrimiento, que es algo más que dolor del cuerpo. Usualmente, el sentido de ambos términos es intercambiable. Al fin y al cabo, la experiencia de dolor y sufrimiento afecta a toda la persona, a su cuerpo y a su alma, a su espíritu encarnado.

        En el orden de la naturaleza, el sufrimiento y el dolor, especialmente si es un dolor grave y crónico, son un mal que ataca nuestra integridad como seres humanos ordenados, limita nuestra libertad e independencia y desarrolla en la mayoría de nosotros sentimientos de rabia, rechazo, culpa y miedo a la alienación y a la marginación. Como mal que es, debe ser evitado y hay que luchar contra él. Pero como es una parte inevitable de nuestra vida en la Tierra (se mete en nuestras vidas antes o después), se nos pide que lo afrontemos humanamente, es decir, razonable y responsablemente, con coraje y esperanza. En el orden de la gracia, el sufrimiento sigue siendo un mal, pero puede convertirse en un instrumento de salvación y purificación si se soporta con amor y paciencia. La palabra clave de nuestra fe no es sufrimiento, sino amor. Y el amor hace que el sufrimiento también tenga sentido. Para el cristiano, llevar la cruz a lo largo de la vida es una condición propia del discípulo (cf. Mc 8:34; Lc 9:23).

        El sufrimiento es realmente misterioso (mysterium doloris!). ¿Cómo relacionar el sufrimiento con un Dios todo bondad y omnipotente? Lo cierto es que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo no es vengativo ni masoquista, sino el Padre compasivo del hijo pródigo. Creemos que Dios es amor (I Jn 4:16) y que hay un Cielo. El sufrimiento es parte del proyecto de la vida humana que se realiza en el amor. Dios no se alegra de nuestras enfermedades; de hecho, en su hijo Jesucristo, compartió el sufrimiento con nosotros. La única respuesta a esa cuestión está en Cristo en la cruz. Por amor, Cristo murió por toda la humanidad. Él no rehuyó el sufrimiento y la muerte: ''Bajó del Cielo para cargarlos sobre sí mismo; no sólo no los rehuyó, sino que hizo algo más: les dio sentido y los iluminó por dentro, transfigurándolos y haciéndolos semejantes a Dios'' (Charles Journet).

        De este modo, el sufrimiento se puede convertir en un camino para encontrar a Dios. Con la gracia de Dios y nuestra cooperación, la cruz puede pasar de ser un lugar de dolor y sufrimiento a ser ''una cita con el Señor Crucificado'' (J.M. Cabodevilla). Los santos no sólo soportaron sus sufrimientos paciente y gozosamente, por amor a Dios, sino que incluso pedían al Señor que aumentase sus sufrimientos para poder unirse de una manera más próxima a Jesús crucificado, con lo cual se convertían en corredentores con Él. El sentido más profundo del misterio del sufrimiento es el sufrimiento corredentor y salvífico, como decía San Pablo (Col 1:24).

        ¿Qué hacer frente al sufrimiento de otros? Siguiendo a Cristo, el Buen Samaritano, todos tenemos que estar al lado de los que sufren, en nuestras familias y comunidades, para ayudarles a sobrellevar su sufrimiento, ¡no para aumentárselo! En su obra Calígula, Albert Camus puso las siguientes palabras en boca de Escipión: ''Calígula me dijo a menudo que la única falta que uno comete en su vida es causar sufrimiento a otros''. Tenemos que estar al lado de los que sufren de dolor y de soledad, y tenemos que hacerlo sin juzgarles, no con una actitud paternalista sino de comprensión, respeto y oración, puesto que ellos pasan por diferentes estadios psicológicos, como los cinco clásicos de la doctora Elizabeth Kubler-Ross, a saber: negación, rabia, negociación, depresión y aceptación.

Sentido de la muerte

        El dolor y el sufrimiento son compañeros de viaje en la jornada de nuestra vida. Aparecen como advertencias veladas o claras de la realidad de la muerte. No se puede escapar de la muerte, que es inevitable. No la podemos negar de ninguna de las maneras: ''Los días del hombre son como la hierba, como una flor del campo; así florece. Pero sopla sobre ella el viento, y ya no es más, ni se sabe siquiera dónde estuvo'' (Sa 103:15-16). ¿Aceptamos la muerte? El hombre moderno parece que está tratando por todos los medios de esconder la realidad de la muerte, considerada tabú por un mundo materialista y secular. No obstante, la muerte está ahí fuera y también dentro de nuestros propios corazones. Para ser capaces de aceptar la muerte, tenemos que entenderla desde la propia vida, ya que la muerte es parte de la vida. ''La última pregunta sobre la vida está relacionada con la muerte. La cuestión de la muerte es radicalmente la cuestión del sentido de la vida. ¿Cuál es el propósito de todo, si vamos a morir?'' (Martin Gelabert).

        Se dice que la ''muerte social'' (separación de todos y soledad) precede muchas veces a la muerte biológica. Las familias de las personas mayores que sufren y el equipo sanitario que les atiende no deberían permitir que esto suceda. El cristiano moribundo, en particular, cree en la compañía de Cristo y muere con esperanza, en la comunidad de creyentes, auxiliado por la oración y los Sacramentos. Teilhard de Chardin pedía a Dios que le enseñase a tratar su muerte como un acto de comunión. La muerte representa la terminación de esta vida, lo que implica la desintegración del cuerpo y, en perspectiva cristiana, el paso del alma, como esperamos, a la vida eterna (una vida que, al final de los tiempos, será también compartida por nuestros cuerpos, que tendrán entonces una forma gloriosa). Hablando en términos médicos, la muerte se define hoy como la cesación total e irrevocable, tanto de la función cardiopulmonar como de la de todo el cerebro, incluido el tronco cerebral. De hecho, el debate sobre la ''muerte cerebral'' continúa todavía activo.

        Teológicamente hablando, la muerte, como el sufrimiento, tiene un ''carácter penal'', debido al pecado como fuente de muerte (cf. Gen 2:15-17; Rom 6:23; I-II, 85, 5), aunque el sufrimiento no es normalmente un castigo por nuestros pecados (por ejemplo, los santos son los que más sufren). Al igual que el sufrimiento, la muerte también puede ser corredentora, ''vivida'' como muerte en Cristo y unida a la muerte redentora y victoriosa de Cristo (cf. Rom 6:3-5). Los cristianos de hoy tienen que volver a su rica tradición del ars moriendi (el arte de morir) y retomar sus puntos positivos de un modo creativo, subrayando que el camino hacia una buena muerte es una vida buena: ''En todo, recuerda de verdad tu fin, y nunca pecarás'' (Si 7:36,40). Cuando se les acerca la muerte, nosotros acompañamos a nuestros mayores orando por ellos y con ellos, compartiendo la Eucaristía y la Unción de Enfermos con ellos.

        La cruz de los cristianos, el báculo para la jornada de la vida, según San Juan de la Cruz, es la ''cruz de la esperanza''. Una cruz que apunta a la Resurrección de Cristo. En la perspectiva de la Pascua, sufrir y morir no son meramente estar en la cruz, sino una oportunidad de amar, y de amar más: ''Dios amó tanto al mundo que nos dio a su Hijo Unigénito, y aquél que cree en Él no morirá, sino que tendrá vida eterna'' (Jn 3: 16). En esta vida terrenal, debemos integrar el Viernes Santo con el Domingo de Pascua, ya que uno necesita del otro: ''El Viernes Santo sin la Resurrección está falto de esperanza, y la Resurrección sin el Viernes Santo está falta de sentido''. Bajo la mirada de Dios, ''una experiencia de sufrimiento puede convertirse en una experiencia de resurrección'' (Javier Barbero).

        La muerte es parte de la vida. La vida y la muerte encuentran su significado verdadero en una tercera palabra, que es amor: amor de Dios y nuestro compartir en su amor. Juan Pablo II dice en Evangelium Vitae que el sentido más profundo de la vida se encuentra en el amor, en servir a los otros con amor y por amor. Amar a otros significa, según Gabriel Marcel, decir a ella o a él que ''tú nunca morirás''. Y como Dios nos ama, nunca moriremos. La muerte, para los que creen en Cristo, significa realmente no morir nunca (cf. Jn 11:26). Así pues, para un cristiano, la muerte, siendo por supuesto importante y también traumática, no es la realidad última, un atributo reservado para la vida eterna con Dios. San Clemente de Alejandría dijo de una manera bellísima: ''Mediante su muerte y resurrección, Cristo convirtió la puesta de sol en amanecer''. Santa Teresita del Niño Jesús dijo, justo antes de morir a la edad de 24 años: ''No me estoy muriendo, sino que estoy entrando en la vida eterna''. Como escribió Rabindranath Tagore, ''la muerte no es apagarse la luz, sino apagarse la lámpara porque ha llegado la aurora''. Enfrentados al sufrimiento y la muerte, recordamos lo que dijo San Agustín: ''Somos el pueblo de la Pascua, y Aleluya es nuestra canción''. Aleluya, es decir, ¡alaba al Señor! A lo largo del peregrinar de la vida, también a través del sufrimiento y de la muerte, tratamos de decir: ''Alaba al Señor, porque Él es bueno y su amor durará para siempre''.

Conclusión

        La Iglesia de Cristo se preocupa por cada uno de nosotros: Es nuestro pastor. Como pueblo de Dios, los mayores son también Iglesia y tienen que cooperar activamente en los planes y acción pastoral de la Iglesia proclamando, celebrando y sirviendo el Evangelio de la vida y el amor. En particular nosotros los mayores, y particularmente los miembros de Vida Ascendente, tratamos de ser ministros de pastoral siendo creativamente fieles a nuestro carisma, a nuestra tríada, es decir, a la espiritualidad, la amistad y el apostolado. Parte de nuestra misión consiste en proclamar la dignidad, los derechos humanos y el sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte.