Un bocadillo de jamón
Unos hacen declaraciones, otros se manifiestan... pero la prueba del algodón es: ¿a quién acuden los necesitados?
Álex Navajas
Joven mendigo, de Murillo (c.1650)
Aunque estemos en el siglo XXI europeo

        Fui a misa a una parroquia de Lérida, en una tarde gélida. El templo estaba cerrado y las luces apagadas, así que me dirigí al lateral del edificio, en donde se encuentran los despachos parroquiales y la residencia de los curas, a preguntar a qué hora se celebraba. Allí me encontré con un hombre mayor, o más que mayor, envejecido y descuidado. Vestía un abrigo raído y unos zapatos que hacía tiempo que no se encontraban con el betún.

        — Buenas noches, le dije

        — Buenas..., me respondió con media sonrisa

        — ¿No hay ningún sacerdote?

        — Sí, están adentro. Me están preparando un bocadillo.

        El hombre tenía ganas de hablar. Me contó que vivía en la calle y que dormía en la puerta de unas oficinas protegido con cajas de cartón y algunas mantas.

        — El guarda de seguridad del edificio es muy buena persona, ¿sabe? Me deja dormir allí y guardar mi ropa bajo unas escaleras. Pero yo se lo dejo todo limpio y ordenado, no se crea...

        El mendigo tenía hambre; no había comido en todo el día y sabía a dónde acudir para que le dieran un bocadillo de queso.

        — O de jamón, que el día que tienen, me preparan uno de jamón..., puntualizó.

Las teorías y la práctica más costosa pero eficaz

        Es curioso. Los políticos se desgañitan hablando de igualdad, de solidaridad y de demandas sociales. Los intelectuales te enumeran al detalle todas las causas de la pobreza y proponen soluciones estupendas para erradicarlas. Los activistas protestan y gritan que otro mundo es posible. El burgués medio –cualquiera de nosotros, vaya–, ve las imágenes de niños hambrientos en el telediario de la noche cómodamente sentado en su sillón y emite una leve queja. Los famosos de turno van a una cena benéfica de ésas de 600 euros el cubierto, se sacan la foto de rigor, dicen ante las cámaras lo mal que va el mundo y que pobrecitos los niños de África y al día siguiente se gastan el doble en cualquier capricho. Pero mientras todo esto ocurre, los pobres no tienen ninguna duda: cuando tienen hambre, ya saben a qué puerta tocar.

        Esto me recuerda a aquella anécdota de la beata Teresa de Calcuta. Cuentan que, en una ocasión, alguien la increpó porque, a su juicio, se limitaba a poner parches a la pobreza en vez de ir a la raíz. La Madre no perdió la serenidad ni su habitual dulzura. “Mientras ustedes debaten sobre cómo acabar con el hambre en el mundo, yo me voy a dar de comer a mis pobres”. Ahí se acabó la discusión.

        Si alguna vez tienen ustedes dudas, pregúntenles a los pobres si prefieren dirigirse a los políticos, a los intelectuales, a los famosos, a los futbolistas o a la Iglesia. No falla. Ni la prueba del algodón es más fiable.