LA VIOLENCIA DE MEL GIBSON




JUAN MANUEL DE PRADA

9.04.04 ABC

Por establecer alguna comparación         Los vituperios que está recibiendo la película de Mel Gibson se aferran desesperadamente a una misma coartada: el usa de imágenes de una violencia perturbadora. Algunos vituperadores, en el colmo de la astucia o la ignorancia, pretenden recluir La Pasión de Cristo en el muladar de las películas gore. Olvidan que la representación explicita de la violencia se halla presente en muchas cimas del arte cinematográfico: Un perro andaluz, La naranja mecánica, Salvar al soldado Ryan, Saló o los 120 días de Sodoma... A Pier Paolo Pasolini, por cierto, se le ha sacado mucho en romería, para oponer el quietismo de El Evangelio según San Mateo al presunto tremendismo de Gibson. Nadie parece recordar, sin embargo, la brutalidad de algunas escenas de Saló, donde la adaptación del Marques de Sade servia –muy discutiblemente– como vehículo de denuncia del fascismo. Por lo que se ve, el uso icnográfico de la violencia resulta admisible si se emplea para ilustrar un alegato antifascista o antibelico; en cambio, produce escandalo en un alegato cristiano. Durante los últimos años, se van estrenando –con los parabienes de la critica que ahora se rasga las vestiduras– películas que se regodean perversa y gratuitamente en las mas bestiales sevicias: La pianista de Michael Haneke, Irreversible de Gaspar Noe o Audition de Takashi Miike contienen fotogramas mil veces mas escabrosos –por ásperos y por depravados– que La Pasión de Cristo.
Es que no hay efectos sin causa, como en estas críticas
        En la película de Gibson, sin embargo, el espectador se enfrenta a una violencia de clara intención catártica. La misión del verdadero arte no es complacernos ni acunarnos melosamente, sino golpearnos, trastornar los cimientos de conformidad sobre los que se asienta nuestra existencia. Es misión legitima –y necesaria– del arte actuar como una Gorgona que nos petrifica de horror. Pero no nos engañemos. El escándalo suscitado por 1a película de Gibson no nace de su utilización verista de la violencia. La imagen de un Dios hecho hombre que se inmola (aquí si conviene emplear este verbo, y no en los suicidios de los terroristas islámicos) para redimirnos lastima y ofende el hedonismo imperante, que califica el sufrimiento de estéril y repudia la idea del sacrificio. Paradójicamente, este hedonismo ha querido maquillarse, en su rechazo de la película de Gibson, de una espiritualidad pánfila y edulcorada. Y asi, se aboga por una visión "menos descarnada" (¿menos carnal?) de la Pasión, en la que se abrevien o eludan los padecimientos infligidos a Jesús; una Pasión incruenta, indolora (¿una eutanasia?) en la que la divinidad de Cristo "pasa por encima" de su vía crucis, como quien cumplimenta un engorroso tramite. A los partidarios de esta espiritualidad feble les agrada la imagen de un Dios que apenas se inmuta, porque su naturaleza divina triunfa sobre su naturaleza humana. Este triunfo se produjo (como la película de Gibson muestra en su secuencia final), pero antes Cristo sufrió cada vejamen, cada azote, cada caída camino del Gólgota, cada clavo hincado en su carne con todo el pavoroso, incalculable dolor con que lo hubiese sufrido cualquier hombre. Cristo carga sobre sus endebles hombros con las culpas del genero humano y asume cada una de las estaciones de su sacrificio sin anestesias bajadas del cielo. La película de Mel Gibson, tan desaforadamente carnal, es un monumento al amor divino: a traves de su carne reducida a una piltrafa sanguinolenta, Cristo anticipa su victoria definitiva. ¿Por que los detractores de esta película no se quitan la mascara? No les fastidia la efusión de sangre, sino lo que esa sangre significa. Y es que la película de Gibson ha logrado tambalear los cimientos sobre los que se asienta perezosamente nuestra existencia. Chapo por el australiano.