La paz es un bien


Josep-Ignasi Saranyana

Profesor de Historia de la Teología
Universidad de Navarra
15 de febrero de 2004 La Vanguardia (Barcelona)

Un bien arduo pero bueno

        La paz es un bien que todos apetecemos. Primero, la paz de la conciencia (consigo y con Dios), y, como consecuencia, la paz religiosa, familiar, laboral, social y política. Es, sin embargo, un bien escaso y, lógicamente, muy preciado, casi celeste. Por algo, Cristo es el Príncipe de la Paz.

        Thomas Hobbes, que conoció treinta años de guerras religiosas, desesperó de la posibilidad de la paz: "el hombre es un lobo para el hombre". Por contraste, Immanuel Kant, un siglo más tarde, en plena utopía ilustrada, creyó posible la paz perpetua. La paz se halla, pues, entre Scilla y Caribdis. En un punto medio. En equilibrio inestable. Basta un soplo, para que prenda la hoguera de la discordia.

Con tiempo se dijo...

        No se alcanza la paz con la guerra, porque una guerra trae nuevas guerras. Mal remedio. Es la espiral de la violencia. El aforismo patrístico: "si quieres la paz, prepara la guerra", tiene otro sentido. Se encuadra en la lucha ascética.

        Por eso Juan Pablo II se oponía a la invasión de Iraq, que todavía colea y se complica por momentos. Desde entonces el Islam (como confesión religiosa y como cultura) se siente acosado. La acción y reacción en Oriente próximo prueba que no es ese el camino. Las leyes laicistas francesas que se avecinan quizá enerven más las cosas.

A diversos niveles

        En el gran marco geopolítico, España no es precisamente un oasis. Padecemos aquí el problema gravísimo del terrorismo. Pero tenemos además otra guerra que habría que atajar cuanto antes: una violencia verbal desmesurada, que crispa la convivencia ciudadana. La arrogancia, los insultos, la intemperancia, las mezquindades, las mutuas descalificaciones, la manipulación de la opinión pública, la cerrazón al diálogo... que enrarecen el ambiente. Tales comportamientos políticos son, a la larga, más dañinos que los tiros, las bombas y los camicaces, porque generan estereotipos de comportamiento colectivo, difíciles de reconducir.

        Una política de altura, generosa y de amplias miras, es otra cosa.

        La convocatoria de elecciones no constituye una patente de corso. Tenemos poca tradición, es cierto, pero hay que quemar etapas. En política, casi todo es opinable.