Europa y cristianismo

José Pérez Adán, autor de más de 20 libros, profesor de Sociología en la Universidad de Valencia y coordinador general de la Universidad Libre Internacional de las Américas, publicó en 2003 Comunitarismo (LaCaja, Madrid, 2003) y Sociología de la familia y la sexualidad (Edicep, Valencia, 2003). Este cristiano comprometido en la vida pública reflexiona, en esta entrevista, sobre el momento histórico actual y el devenir para la Iglesia y el mundo. Desde su compromiso con la defensa de la vida, cree que la Iglesia ''debe hacer autocrítica'' ante la construcción europea.

José Pérez Adán
Profesor de la Universidad de Valencia
Redacción 08/01/2004

En diciembre, se debatió en Bruselas la nueva Constitución europea ¿Qué opina usted del futuro de Europa y de su proyección en el mundo?

        Con toda humildad, debo decirle que un servidor disiente del progresismo mesiánico que tan alegremente abrazan ciertos pensadores europeos ensimismados con la historia reciente del continente. Creo que Europa no es un modelo válido de progreso y bienestar para el resto del mundo. El presente de Europa está edificado sobre la sangre de sus víctimas, casi todas europeas, por cierto. Y me refiero no sólo a las víctimas de la exclusión y de las guerras, que son muchas desgraciadamente, sino también a las víctimas de la insolidaridad para con nuestros mayores, de la violencia doméstica y, sobre todo, del aborto, que constituye el mayor holocausto y la mayor lacra de toda la historia de la humanidad. Creo que todo ello se verá con perspectiva histórica dentro de unos años como lo que es: una verdadera edad oscura perteneciente a las tinieblas del sueño del hombre.

Si ello es así, ¿cómo ve el rol de la Iglesia en la historia reciente de Europa?

        Creo que es bueno que hagamos desde la Iglesia una autocrítica serena y no complaciente sobre nuestra vivencia en la Europa de este tiempo. Sé que hay opiniones divergentes al respecto, pero la mía, respetuosa con los que parecen no compartirla, que son muchos, es que los cristianos hemos perdido la llamada batalla de la reevangelización o recristianización de Europa y que, antes de volverla a dar, es conveniente un repliegue. Hablo naturalmente de una separación voluntaria de nosotros mismos, los católicos, de lo que representa, en términos de poder y cooperación, la representación visual de la Europa de hoy. No creo que la cultura europea actual sea una cultura cristiana. Para que lo vuelva a ser, los creyentes debemos separarnos momentáneamente de ella. La Iglesia debe separarse del Estado en la educación y en la sanidad, guardando lo que es suyo y cerrando su patrimonio (también el artístico) al uso mercantil y a la regulación estatal. Al tiempo, los cristianos debemos separarnos, sin traumas y como se separa alguien de un amigo que le ha hecho una trastada para después reconciliarse, de la cooperación fiscal con las haciendas estatales. No creo que podamos colaborar, ni siquiera desde nuestra aquiescencia pasiva, con estados abortistas o sectarios en lo que se refiere a la dignidad de la vida humana y el derecho a dirigirse a Dios en los ámbitos públicos que nos son propios. En los próximos años, debemos llevar a cabo este debate con determinación dentro de la Iglesia.

Usted es, dentro del pensamiento crítico español, una figura con seguimiento en América Latina, aun sintiéndose intensamente europeo. Desde una perspectiva que aúna las dos orillas del Atlántico, ¿cuáles son a su juicio las grandes cuestiones pendientes de nuestro tiempo?

        A mi buen entender como universitario, tratando de ver las cosas con perspectiva diacrónica y salvando la paradoja de la emergencia mundial antiterrorista, la justificación del Estado nación vigente es, a mi juicio, el gran tema de nuestro tiempo. La cuestión que cabe plantearse es cómo puede ser que el Estado más poderoso del mundo, en la época histórica de mayor control y dominio humano sobre la naturaleza que haya existido jamás, pueda sentirse amenazado por un grupo terrorista compuesto por unos cuantos fanáticos extranjeros y reaccionar como reaccionan los estados. Esto nos lleva a preguntarnos hasta qué punto puede darnos el Estado lo único que parecía justificarlo hasta hace bien poco, es decir, hasta qué punto puede darnos seguridad. Yo creo que el Estado ya no puede entenderse como el detentador del monopolio de la violencia legítima. En un mundo de libre circulación y acceso, la seguridad la encontraremos cada vez más en lo transportable y no en lo "estático", es decir, más en la familia, la cultura y la religión y menos en el Estado. Sí. Creo que el Estado hay que repensarlo y que su futuro va a ser muy distinto de su presente. Será un futuro con mucho menos Estado y en el que no podremos marcar las fronteras con líneas de colores en los mapas.

En Comunitarismo (Madrid, LaCaja, 2003), uno de los libros que ha publicado este año, usted postula la vuelta a la comunidad mediante una reflexión sobre la identidad colectiva. ¿Tiene esto alguna relación con los nacionalismos en España o en otros países de Europa?

        Le voy a contestar hablando de Dios en dos sentidos. En un sentido, le diré que la explosión nacionalista europea moderna, y la española paradigmáticamente, es fruto de la secularización. Indudablemente vivimos en una época anti-identitaria que tiene su origen en el relativismo valorativo al que conduce la pérdida de la trascendencia. No sabemos distinguir qué es lo más y lo menos importante y, como consecuencia de ello, tampoco sabemos distinguirnos entre nosotros más que por cuestiones accidentales que convertimos en radicales. En esta tesitura, el recurso al que acudimos exageradamente es a la autoafirmación, también la autoafirmación colectiva, de algo que reconocemos como propio. A mi juicio, el nacionalismo actual es el grano que produce la enfermedad de la idolatría pagana en forma de autoafirmación identitaria. Efectivamente, si yo no me reconozco peregrino de identidad, un buscador de sentido como decía Frankl o, como afirmamos los cristianos, otro hijo de Dios en busca del Padre Eterno, que es lo que identitariamente somos en definitiva, entonces tengo que ser parte de un algo que ya tengo y que, por tanto, no he de buscar. Por eso pienso que el nacionalismo es una de las consecuencias del proceso de secularización en la medida en que ello sigue al paganismo y al olvido de la vida eterna después de la muerte. La mala aplicación de ideas nacionalistas está en cambiar la pertenencia identitaria a la patria celestial por la identidad nacional. La pérdida del sentido trascendente de la vida, la ausencia de religión en la vida personal y colectiva, lleva al nacionalismo sectario (el de corte identitario) y, de eso, tenemos muchos ejemplos tanto en la historia humana en España como en otros países.

        En otro sentido, le diré que también podemos entender el nacionalismo como una herejía atea del comunitarismo, razón por la que el comunitarismo se sitúa en sus antípodas. La identidad comunitarista no puede plasmarse en ningún mapa, pues todos pertenecemos a múltiples comunidades que se superponen en el espacio y en el tiempo. Podemos decir que, desde el punto de vista social, el comunitarismo es "politeísta". Por eso, desde el comunitarismo, se puede acusar al nacionalismo de "ateo", de forma parecida a como los antiguos romanos acusaban de ateos a los primeros cristianos. Para nosotros los comunitaristas, reconocer la multiplicidad de comunidades a las que pertenecemos nos pone frente a los que predican la exclusión.