La otra verdad



Emilio Sanz
. www.PiensaunPoco.com

No parecía mal chico         Estos días pasados nos hemos estremecido con las noticias que aparecían sobre delitos cometidos por menores. Mucho se ha discutido –y se discutirá– sobre el problema. Yo intento aportar mi granito de arena a la cuestión, basada en mi experiencia personal.

        Una de mis primeras intervenciones profesionales como abogado, hace ya varios lustros, consistió en asistir a un chico de diecisiete años, detenido en un hospital, acusado de forzar las cajas de monedas de los televisores de las habitaciones vacías. No era el primer problema que tenía el chaval: aunque no había sido condenado nunca, unos meses antes había pasado en la cárcel un par de semanas en prisión provisional. La legislación de entonces ordenaba el ingreso en prisión de los mayores de dieciséis años.

        El aspecto del chico era de lo más normal. Buena pinta. Educado. Limpio. Sabía expresarse, y su modo de comportarse dejaba claro que no era un tipo marginal, ni procedente de malos ambientes. He de decir que me cayó bien el muchacho, y que me dijo toda la verdad en la entrevista previa a su declaración. Cuando el juez, al terminar aquella diligencia, le dijo que iba a ir a la cárcel, me asombré al ver cómo el detenido se ponía de rodillas y suplicaba cualquier cosa menos la cárcel.

Pero terminó mal

        Mientras los Guardias Civiles recibían los papeles para llevarle a la prisión, intenté consolar a mi joven cliente, diciéndole que solicitaría su libertad provisional inmediatamente, y quizá en unos días pudiera salir de allí. Pero el muchacho, que ya conocía la cárcel y sus habitantes, lloraba abatido. Me contó entonces la otra verdad: me dijo lo que le pasó en su anterior estancia en prisión. Me habló del ambiente, de los presos, de los distintos tipos de delincuentes que hay en los establecimientos penitenciarios, de sus desviaciones sexuales, de su concepto de la amistad y de la autoridad, de la mirada de algunos, de las amenazas de otros. Yo, abogado recién colegiado, era consciente entonces de mi poca experiencia, de mi falta de rodaje profesional. Pero lo que menos podía imaginar era lo que ese muchacho me contó sobre la cárcel. Cuando se lo llevaron, el que se quedó hecho polvo fui yo.

        No volví a verle. Supe que más tarde le habían juzgado en otro sitio por otra causa. Meses después me llegó un Auto del Juzgado declarando extinguida la responsabilidad criminal de mi cliente, por fallecimiento del inculpado.

El sentido común funciona

        A veces, cuando escucho opiniones sobre el tratamiento que hay que dar a los menores delincuentes, la memoria de aquel chico me habla desde lejos. Su madre era funcionaria del Estado. Su padre tenía un comercio. No les faltaba el dinero. Se querían. Era una familia normal. Cuando los guardias se llevaron a su hijo, nos quedamos los tres sentados en un escalón, a la puerta del Juzgado, en silencio. Ellos, cogidos de la mano. Yo, con mis leyes bajo el brazo, preguntándome si servían para algo.

        No me considero capacitado para proponer una reforma determinada de la legislación penal de menores. No soy psicólogo, ni pedagogo, ni político. Pero cuando has visto a muchos matrimonios quedarse cogidos de la mano, contemplando cómo se llevan a su hijo por culpa del alcohol, de las drogas, del sexo, de la violencia, te queda al menos el derecho a pensar en las causas. Yo no sé cómo se cura un traumatismo craneoencefálico, pero sí sé que no hay que dejar a los niños hacer equilibrios en el alféizar de la ventana. No sé cómo se cura una insolación, pero sí sé que, si hace mucho sol, hay que ponerle un gorro al niño.

Adelantarse a la vida

        No sé cómo se recupera a un niño alcohólico, o drogadicto, o violento, o ansioso de sexo. Pero sí sé que muchos padres están atentos a si su hijo bebe, o fuma, con quién va, qué ve en la tele, qué páginas frecuenta en Internet. Les preocupan los anuncios de televisión, los programas de la tarde y de la noche. Saben que a las cuatro de la mañana es difícil volver de un sitio decente. Y esos padres no dejan pasar el tiempo: le ganan la partida a la vida, adelantándose: no se limitan a prohibir o a castigar. Hablan, están, juegan, ofrecen alternativas, proponen planes, llegan pronto del trabajo, dedican tiempo, buscan para sus hijos un ambiente conforme a sus valores. Igual que tirarían fuerte del brazo del niño que cruzase la calle sin mirar, tiran fuerte del alma inexperta que vive entre peligros.