Alfonso López Quintás:
«Responsabilidad es responder a los grandes valores»

Entrevista al filósofo que acaba de publicar «La cultura y el sentido de la vida» La desorientación espiritual actual ha llevado al filósofo Alfonso López Quintás a escribir un libro en el que ahonda los conceptos de la belleza, y el sentido existencial, entre otros.
En esta entrevista, López Quintas, catedrático de Filosofía en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense (Madrid), y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, retoma conceptos de su reciente obra publicada por la editorial Rialp (http://www.rialp.com), y constata que «en los centros escolares no se dedica un tiempo y un esfuerzo especial a enseñar a pensar bien».

MADRID, 28 mayo 2003 (ZENIT.org)

 

—¿Por qué afirma que solemos configurar la vida sobre la base de ideas poco clarificadas?

        —Porque hay una tendencia generalizada a pensar con poco rigor. Con frecuencia se aplican a ciertas realidades términos que sólo son adecuados a realidades inferiores.

        Para justificar una ley proabortista, cierto ministro de Justicia afirmó, como algo obvio, lo siguiente: «La mujer tiene un cuerpo y hay que darle libertad para que disponga de su cuerpo y de cuanto en él acontezca». En esta frase, aparentemente lógica, se acumulan los errores. El verbo tener es adecuado cuando nos referimos a objetos: trajes, casas, fincas, libros... No lo es si se lo aplica al cuerpo humano, que ostenta un modo de realidad muy superior a la de los objetos. Ni la mujer ni el varón tienen cuerpo; son corpóreos.

        Y no se diga que es lo mismo, porque hay un abismo entre ambas expresiones. Tal vez por barruntar que esa frase está pulverizada por la Antropología filosofía más lúcida desde hace casi un siglo, el ministro agregó astutamente un término «talismán»: libertad, bien seguro de que, al movilizarlo, millones de personas le prestarían una adhesión servil, por miedo a ser considerados como enemigos de la libertad y, por tanto, poco demócratas (palabra hoy día talismán por hallarse en vecindad con libertad).

        Basta someter esta palabra a un mínimo análisis y distinguir la «libertad de maniobra» –la capacidad de tomar en cada momento la decisión que uno quiera– de la «libertad creativa» –la capacidad de orientar la propia vida hacia su plenitud– para descubrir la inmensa oquedad del razonamiento que se nos ofrecía en dicha frase.

        Nadie que sepa pensar con un mínimo rigor afirmará que es verdaderamente libre –es decir, libre con libertad creativa– el que dispone arbitrariamente de una vida en germen. Así podrían ponerse mil ejemplos de pensamiento no riguroso.

—¿Es nueva esta desorientación espiritual?

        —Los fallos en el pensar vienen de antiguo, y no han hecho actualmente sino incrementarse, ya que los medios de comunicación colaboran a difundir los malos hábitos.

        Por otra parte, en los centros escolares no se dedica un tiempo y un esfuerzo especial a enseñar a pensar bien, ya que suele darse por supuesto que, al recibir información sobre diversas áreas de conocimiento, se aprende automáticamente a pensar.

        Esto es un error de graves consecuencias, pues pensar de forma aquilatada es un arte, y éste debe ser aprendido con un método adecuado.

—¿Qué deberíamos entender por cultura?

        —Con frecuencia, se considera como cultura todo cuanto el ser humano realiza en el campo de la ciencia, el arte, la literatura, la gastronomía, la guerra... Esas realizaciones humanas pueden estar encaminadas a fomentar la armonía y la felicidad entre las gentes o bien el conflicto y la desdicha.

        Por eso se habla de «cultura de la vida» y «cultura de la muerte». Pienso que deberíamos reservar el nombre de cultura –término procedente del verbo latino colere, cultivar– para las actividades que fomentan el desarrollo pleno del ser humano.

        Las que provocan el envilecimiento o la destrucción de la vida auténtica, que es vida de encuentro, podrán ser consideradas como algo «civilizado», pero no «culto», en sentido estricto.

        Por eso, la expresión «cultura de la muerte» encierra una contradicción en sus mismos términos. Al terminar la Primera Guerra Mundial (1914-1918), los europeos se preguntaron, angustiados, cómo fue posible que la culta Europa se hubiera desgarrado hasta tal extremo.

        El genial pensador austríaco Ferdinand Ebner se apresuró a indicar que esa hecatombe se debió al hecho de que buena parte de la llamada cultura no fue sino un mero soñar con el espíritu, no una verdadera creación de vida espiritual, que es vida de encuentro, de enriquecimiento mutuo, de diálogo creador de vínculos personales.

—¿Puede decirse que a más cultura, más sentido existencial, mayor responsabilidad ante los retos de la vida?

        —Depende de cómo entendamos la cultura. Una persona puede ser culta –en el sentido vulgar de que posee muchos conocimientos– y no orientar su vida hacia el auténtico ideal de la vida, que es crear modos elevados de unidad –es decir, de encuentro–.

        Al estar su vida mal orientada, carece de sentido existencial y de auténtica responsabilidad. Tener sentido una acción significa que está orientada hacia la meta marcada por la vocación más profunda de la persona que la realiza.

        Somos responsables, en primer lugar, cuando respondemos a la apelación de los grandes valores –y, sobre todo, al valor supremo, que es el ideal–, y, en segundo lugar, respondemos de las consecuencias que se siguen de tal respuesta.

—Usted dedica amplio espacio en su libro a analizar grandes figuras del arte, como Bach y Beethoven, y notables obras literarias, como «Esperando a Godot», de Beckett, «Yerma», de García Lorca, «San Manuel Bueno, mártir», de Unamuno. Este tipo de arte y de literatura ¿puede considerarse como cultura formativa, en el sentido indicado anteriormente?

        —Sin la menor duda, porque, si ahondamos en las obras artísticas y literarias de calidad, descubrimos en ellas un poder formativo sorprendente.

        He dedicado varios libros al estudio de esta cuestión y cada día veo con más claridad que los grandes literatos y artistas tienen una singular capacidad para intuir y plasmar en sus obras de forma impresionante los procesos espirituales que construyen nuestra personalidad y los que la destruyen.

        Al descubrir, bajo el argumento del «Macbeth» de Shakespeare, las cinco fases del temible proceso de vértigo —vértigo en este caso de la ambición de poder—, nos sentimos invitados a cambiar el ideal del dominio por el ideal del respeto y la colaboración. Es una obra de argumento muy duro, pero en el fondo resulta aleccionadora porque nos da una clave de orientación para la vida.

—¿Qué papel tienen la creatividad y la belleza en una existencia plena y feliz?

        —También aquí debemos aquilatar muy bien el sentido de los términos. Todos podemos ser eminentemente creativos en nuestra vida, no sólo los genios, como se viene creyendo desde el Romanticismo.

        Soy creativo cuando asumo activamente las posibilidades que se me ofrecen para dar lugar a algo nuevo valioso.

        Una partitura me ofrece ciertas posibilidades de conocer una obra musical y darle vida en un instrumento. Si lo hago, actúo creativamente. Una madre que acoge a su bebé con ternura y funda con él la «urdimbre afectiva» que es básica para su desarrollo personal es eminentemente creativa. La creatividad presenta muchas modalidades y confiere a nuestra vida una peculiar elevación.

        La belleza es fruto, según los griegos –geniales en arte y en estética–, de la armonía. La armonía procede de la conjunción de la proporción y la medida.

        El Partenón y la Venus de Milo nos dan una impresión de armonía porque sus partes se hallan estrictamente proporcionadas entre sí y guardan relación con la figura del hombre, que es su «medida».

        Esta idea de la armonía es también un canon de la bondad, de la virtud considerada como el justo medio entre los extremos.

        La belleza es el peculiar resplandor que emite aquello que está bien configurado. Sabiamente decían los griegos y los latinos que la belleza es «el esplendor del orden, de la forma, de la realidad».

        Si sobrevolamos las mil y una formulaciones que se han dado de la belleza, podríamos muy bien afirmar que la contemplación de lo bello –lo bello artístico, lo bello moral...– nos eleva el ánimo hacia lo perfecto, y nos impulsa a dar el salto hacia lo trascendente, en todos los órdenes.

—Personalmente, ¿qué es lo que le da más sentido a su vida?

        —Sin duda, el ideal de la unidad, que es tanto como el ideal del servicio inspirado por el amor. Una vida orientada hacia esa magnífica clave de bóveda es una vida llena de sentido hasta los bordes.