Sin interioridad, el hombre moderno pone en peligro su misma integridad

Luis de Andrés www.PiensaunPoco.com 07.05.03

Un deseo inevitable

        Todos los hombres desean saber. Es el único ser capaz de saber y de darse cuenta, al mismo tiempo, de que está sabiendo. Por eso, no se conforma con saber de oídas y se interesa por la verdad real de lo que le rodea y le pasa.

        “He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar”, decía Agustín de Hipona con unas palabras más sencillas y directas que las usadas en el primer párrafo.

        Y esa verdad, tan buscada, se centra inevitablemente, tarde o temprano, en las siguientes cuestiones: ¿qué sentido tiene mi vida? ¿Hacia dónde se dirige?

Ese pobre hombre moderno

        Y sin necesidad de recurrir a grandes pensadores o científicos, uno comprueba, con su vivir, que la razón, o la inteligencia, o el progreso, o la ciencia, no tienen respuestas adecuadas ante la experiencia diaria del propio sufrimiento o del sufrimiento ajeno.

        Y, como remate final de tales interrogantes, el hecho dramático de la certeza de nuestra propia muerte pone de manifiesto la necesidad de una respuesta exhaustiva y concluyente.

        El hombre moderno no se plantea estos interrogantes. Por eso es moderno y concibe su vida como un balance de resultados a conseguir según su capacidad de hacer y programar. No se pregunta por los por qué sino por los para qué.

        Vive con las prisas y de las prisas sabiendo que la velocidad es la mejor aliada para no cuestionarse grandes interrogantes.

Lo más propio del hombre

        Juan Pablo II ha girado sus palabras hacia este hombre moderno. Ha hablado de contemplación, sabedor de que este hombre de prisas necesita recuperar su capacidad de asombro.

        Porque toda contemplación necesita de ese paso previo: aquel hombre o mujer que de pronto se para, se detiene, mira a su alrededor y se mira a sí mismo y en la quietud que produce el pararse se sorprende del hecho de que está vivo y que tiene una vida que vivir llena de preguntas inevitables.

        Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal.

Un hombre moderno de verdad

        Sin el asombro, porque todo lo sé o porque no me interesa saber nada -dramática contradicción del hombre moderno- no es posible la fe. Porque la fe no es cuestión de inseguridades o una respuesta fácil a preguntas difíciles.

        La fe supone la respuesta inteligente de quien sabe que, a pesar de todos sus logros y progresos, el ser humano está lejos de ser la medida de todas las cosas.

        Juan Pablo II es hombre de acción y contemplación, de fe y razón. Quizás por eso arrastre a todos hacia él. Un Papa cansado y lleno de años pero que sigue viviendo de sus asombros.

        Y uno se acerca a escucharlo, se acercan todos, creyentes o no, porque tiene respuestas.

        Sus palabras retienen las prisas, te ponen en situación, y cuando ya el hombre moderno no sabe a dónde dirigir la mirada, el Papa le pone por delante el rostro de Cristo.