Conjugar lo que parece difícil de conjugar

Alfonso Aguiló, www.interrogantes.net

Dos y dos cinco

        —A ver, contésteme con rapidez, ¿cuánto suman dos más dos?

        —Cinco.

        —No, hombre, no: dos y dos son cuatro.

        —Pero bueno..., ¿usted qué quería, precisión o rapidez?

No siempre hay que excluir lo otro

        Muchas personas son como el interrogado en este viejo chiste, tienen una gran tendencia a los planteamientos dicotómicos. Son gente que todo lo quiere establecer en términos de dicotomías: esto o lo otro, blanco o negro, así o nada, y punto.

        Sin embargo, sabemos que la mayoría de las realidades de la vida son complejas y resulta un error plantearlas forzadamente así. Es más, muchas veces la clave está precisamente en hacer una cosa sin dejar de hacer la otra: no queremos lo uno o lo otro, sino las dos cosas, lo uno y lo otro (o sea, precisión y rapidez, si volvemos a lo del chiste).

        Por ejemplo, la madurez exige un equilibrio entre defender con energía las propias convicciones e intereses y, al tiempo, saber tratar con consideración a los demás. En cambio, los personajes dicotómicos creen que si uno es amable no puede ser exigente; que si uno trata con consideración a los demás no puede ser audaz; que si uno tiene confianza en sí mismo no puede confiar en los demás; que si uno quiere triunfar en la vida tiene que prepararse para pisotear a quienes le rodean. Y como actitud vital es un gran error, pues la vida no puede basarse en el radicalismo o la confrontación.

Un supuesto es la envidia

        Esos planteamientos dicotómicos pueden llegar a extremos bastante sorprendentes, si se miran las cosas con un poco de objetividad. Un ejemplo muy claro es la envidia. Hay personas que se sienten verdaderamente mal si tienen que compartir el éxito o el reconocimiento con otras personas. La envidia les corroe. Les duele en el alma que otros triunfen más que ellos, o incluso que se aproximen a su nivel de triunfo. Les molesta que otros tengan suerte, habilidades o méritos que ellos no tienen, en especial si se trata de personas cercanas. Su sentido de la propia valía está basado en la comparación negativa con quienes les rodean: necesitan del fracaso ajeno para aliviar su amargura vital.

        Para esas personas, parece que la felicidad es un bien tan terriblemente escaso, que los demás se lo arrebatan cuando disfrutan de ella.

Esas secretas e inconfesables complacencias

        De todas formas, aunque digamos esas cosas tan fuertes sobre la envidia, parece claro que es una mala inclinación que todos tenemos dentro, en mayor o menor medida. Quizá por eso puede decirse que la filosofía del yo-gano/tú-pierdes hunde sus raíces en inclinaciones humanas torcidas contra las que todos tenemos que luchar.

        Normalmente la envidia no nos hará desear de que otros sufran grandes desgracias (no somos tan perversos), pero sí puede incitarnos a una secreta e íntima satisfacción al ver que a otros no les va tan bien..., porque sentimos que eso nos sitúa de alguna manera mejor respecto a ellos.

        Cuando se produce de un modo espontáneo ese sentimiento, es preciso esforzarse personalmente por superarlo, buscando nuestra seguridad y nuestra satisfacción dentro del propio proyecto personal de vida. Un proyecto, además, que si está bien diseñado se sustentará en buena parte sobre un firme propósito de hacer y desear el bien a quienes nos rodean.