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El caso es que el abortismo ha venido, curiosamente, a incluirse entre los postulados de muchas modernas progresías. El progresismo, en su origen, respondía a un esquema muy sugestivo: apoyar al débil, pacifismo, tolerancia, no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo la defensa de la naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, la mujer frente al varón, el negro frente al blanco, la naturaleza virgen frente a la industria contaminante. Había que tomar partido por el indefenso, y era recusable cualquier forma de violencia. Todo un ideario claro y atractivo. Pero surgió el problema del aborto y, ante él, el progresismo vaciló. No pensó ya que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del pobre, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y era políticamente irrelevante. Y empezó a ceder en sus principios: contra el feto, una vida humana desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad, si su eliminación se efectuaba mediante una violencia silenciosa. Los demás fetos callarían, no harían manifestaciones callejeras, no podrían protestar. El feto pasó
a ser considerado como un intruso inoportuno, como si fuera una verruga
desagradable que hay que hacer desaparecer, como un mal que no se
está dispuesto a tolerar. Sin embargo, para los progresistas que aún defienden indefensos, y que buscan una verdadera tolerancia rechazando la violencia inicua, la fuerza de la verdad permanece intacta. La muerte cruel de un inocente siempre producirá náuseas, sea en una explosión atómica, en una cámara de gas o en un quirófano esterilizado; y sea legal o ilegal. | |||||
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