La
felicidad tiene vocación de permanencia; el placer, no.
El placer suele ser fugaz; la felicidad es duradera.
El
placer afecta a un pequeño sector de nuestra corporalidad,
mientras que la felicidad afecta a toda la persona.
El
placer se agota en sí mismo y acaba creando una adicción
que lleva a que las circunstancias estrechen más aún
la propia libertad; la felicidad, no.
Los
placeres, por sí solos, no garantizan felicidad alguna;
necesitan de un hilo que los una, dándoles un sentido.
Las
satisfacciones momentáneas e invertebradas desorganizan
la vida, la fragmentan, y acaban por atomizarla.
Quevedo
insistía en la importancia de tratar al cuerpo "no
como quien vive por él, que es necedad; ni como quien vive
para él, que es delito; sino como quien no puede vivir
sin él. Susténtale, vístele y mándale,
que sería cosa fea que te mandase a ti quien nació
para servirte".
Por
su parte, Aristóteles aseguraba que para hacer el bien
es preciso esforzarse por mantener a raya las pasiones inadecuadas
o extemporáneas, pues las grandes victorias morales no
se improvisan, sino que son el fruto de una multitud de pequeñas
victorias obtenidas en el detalle de la vida cotidiana. La felicidad
se presenta ante nosotros con leyes propias, con esa terquedad
serena con que presenta, una vez y otra, la inquebrantable realidad.