¿Con qué derecho habla la Iglesia?

Alfonso Aguiló
Libertad y tolerancia en una sociedad plural: el arte de convivir
Alfonso Aguiló

        —¿Y qué dirías a los que piensan que la Iglesia no tiene derecho a decir cuál es esa ley natural?

        En primer lugar les diría que la Iglesia goza de libertad de expresión, como cualquier otra instancia social.

        Todos tienen derecho a manifestarse libremente en una sociedad democrática. Por tanto, es perfectamente legítimo que la Iglesia hable con libertad sobre lo que considera bueno o malo, como lo hacen los gobiernos, los sindicatos, las asociaciones que defienden la naturaleza, y como lo hace todo el mundo.

        —Bien, pero no querrás que la Iglesia imponga su criterio y acabe por dictar las leyes al Estado...

        La Iglesia no lo pretende, por supuesto. Pero se considera en el deber de aportar a la sociedad la luz de la fe. Una luz que puede iluminar profundamente y con gran eficacia muchos aspectos de la vida civil y responder a muchos interrogantes que se plantean en la sociedad.

        Además, es interesante recordar que la idea de la separación entre la Iglesia y el Estado se debe al cristianismo. Antes del cristianismo había una identidad generalizada entre la constitución política y la religión. En todas las culturas antiguas el Estado poseía un carácter sagrado. Ese fue, por ejemplo, el principal punto de confrontación entre el cristianismo y el Imperio Romano, que toleraba las religiones privadas solo si reconocían el culto al Estado. El cristianismo no aceptó esa condición, y cuestionó así la construcción fundamental del imperio, es decir, del antiguo mundo. Así que, después de todo, esa separación fue un legado cristiano, y ha sido un factor determinante para el avance de la libertad.

        Esa separación no es entendida así en todas las religiones. Por ejemplo, la esencia misma del Islam no la admite, pues el Corán es una ley religiosa que regula la totalidad de la vida política y social, todo el ordenamiento de la vida. La Sharíah configura la sociedad de principio a fin.

        La Iglesia, en cambio, se limita a recordar lo que considera que son los principios morales fundamentales, y se dirige a todos aquellos que quieran escucharla. Y como es natural, no está obligada a coincidir siempre con lo que diga o haga el poder establecido. Por eso la Iglesia pide libertad para hablar.

        Y pide también algo que no debiera faltar en ninguna sociedad: respeto a aquello que es sagrado para otros, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios. Porque, como ha escrito Joseph Ratzinger, allá donde se quiebra ese respeto, algo esencial se hunde en esa sociedad. En nuestro mundo occidental de hoy se castiga, gracias a Dios, a quienes escarnecen la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se castiga también a quien denigra el Corán y las convicciones básicas del Islam. En cambio, cuando se trata de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión parece convertirse en el bien supremo, y parece que limitarlo pondría en peligro o incluso destruiría la tolerancia y la libertad. Pero la libertad de opinión tiene sus límites en que no debe destruir el honor y la dignidad del otro; no es libertad para la mentira o para la destrucción de los derechos humanos. Aquí hay algo que cabe calificar de patológico, en un Occidente, que sin duda (y esto es digno de elogio) trata de abrirse comprensivamente a valores ajenos, pero que parece no quererse a sí mismo; que tiende a ver solo lo más triste y oscuro de su propia historia, pero que apenas percibe la grandeza de los valores cristianos que desde su origen hay en ella.