La ley del más fuerte

Alfonso Aguiló
Libertad y tolerancia en una sociedad plural: el arte de convivir
Alfonso Aguiló

        Si treinta sádicos -sugiere Peter Kreeft- acordasen torturar a una persona, ¿podría el número hacer que la acción fuese correcta? ¿Y si fuera la sociedad entera quien lo aprobara?

        Si la tortura es mala, no es porque la sociedad lo diga, sino porque lo es en sí misma.

        Un linchamiento suele estar "consensuado" por la masa popular, que aplica justicia -y rápidamente- conforme a un veredicto dictado también por abrumadora mayoría. Sin embargo, aunque cumpla los postulados de la moral relativista, no resulta aceptable.

        Si en 1939 se hubiera hecho en Alemania una encuesta sobre si es lícito exterminar a los adultos mal constituidos, es probable que hubiera contado con una aprobación general. Sin embargo, la opinión mayoritaria no convertiría en morales esos actos.

        En bastantes países islámicos se niega la posibilidad de cambiar de la fe musulmana a otra religión. Es una prohibición legal, y aceptada por la opinión pública, pero atenta contra la libertad religiosa, que es un derecho humano previo a todo eso.

        El hecho de que algo esté aceptado por una mayoría social no es garantía moral segura. Es solo un indicador del nivel de reconocimiento de la verdad que hay en esa sociedad. La historia de los progresos humanos -y no solo en los progresos éticos, sino también en los científicos- muestra que la comprensión de la verdad suele ser, en los comienzos, minoritaria. Piénsese, por ejemplo, en los primeros movimientos en contra de la esclavitud o la discriminación racial, que nacieron con una reducida aceptación social.

        -Sin embargo, el Estado puede y debe elaborar leyes y reglas, y luego cambiarlas cuando sea preciso. Y hoy se dice a los automovilistas que circulen por la derecha, pero mañana se les puede decir que circulen por la izquierda. Y no parece que haya nada malo en eso.

        Efectivamente, hay leyes y normas que no tienen una calificación moral directa, y el Estado puede decidir sobre ellas en uno u otro sentido. Sin embargo, hay otras cosas que son buenas o malas en sí mismas, independientemente de que el Estado las imponga o no, o que le gusten más o menos a los ciudadanos. Los hombres no pueden inventar las reglas de la moral: solo pueden procurar descubrirlas (algo parecido a lo que sucede, por ejemplo, con las reglas de la salud corporal).

        El buen legislador es el que legisla buscando verdades que conducen a la justicia, no el que pretende decidir arbitrariamente lo que es justo o injusto (igual que el buen médico es el que descubre verdades relacionadas con la salud, no el que decide arbitrariamente qué es estar sano o enfermo).

        Al recordar el genocidio nazi hemos visto cómo una mayoría que no reconoce más límites que ella misma, incurre fácilmente en la tentación de arrollar los derechos básicos de las minorías. Y esas minorías pueden ser minorías étnicas (racismo), no nacidos (aborto), ancianos enfermos o deficientes mentales (eutanasia), o cualquier colectivo que no pueda defenderse de la mayoría que ostenta el poder. Una actitud de ese tipo lleva al dominio tiránico del grupo más fuerte en cada momento. Como en la selva, se impone la ley del más fuerte (que en este caso es la inapelable mayoría).

        No se puede forzar a la verdad a estar en relación directa con el número de personas a las que persuade. La ética natural, y con ella la dignidad de la persona, debe respetarse como algo que está por encima de la decisión de cualquier colectivo humano. No es el Estado quien otorga a los hombres sus derechos fundamentales: esos derechos no son otorgados, sino reconocidos y protegidos por el Estado, puesto que son derechos inherentes a la dignidad humana. El Estado no concede el derecho a la vida ni a la propia dignidad: ha de limitarse a reconocer y defender esos derechos.