El atractivo del bien

Alfonso Aguiló
Libertad y tolerancia en una sociedad plural: el arte de convivir
Alfonso Aguiló

        —De acuerdo, pero todos los enamorados esperan con ilusión el día de su boda, y en cambio los hombres no siempre anhelan hacer el bien.

        En el caso de los enamorados, la pasión cobra en esos momentos mucha fuerza, y les hace muy fácil sentirse atraídos por el bien deseado. También hay que decir que la pasión no es siempre una garantía ante la erosión del tiempo, y que incluso puede resultar peligrosa si no está bien gobernada por la inteligencia. No hay que olvidar que las pasiones también han producido muchos desatinos.

        Pero es cierto lo que dices. No siempre se anhela apasionadamente el bien. Y muchas veces, simplemente porque no alcanzamos a ver la legítima recompensa asociada a ese bien.

        Pongamos un caso práctico de la vida diaria. Está claro, por ejemplo, que solo quienes alcanzan un buen nivel de formación y conocimientos, tras años de esfuerzo, pueden gozar de los bienes asociados a la cultura y la sabiduría. Cuando en el colegio un chico o una chica empiezan a estudiar la tabla periódica de elementos, o los músculos del cuerpo humano, o unos datos de historia o de geografía, o unas leyes físicas o matemáticas, o han de realizar cualquier otro esfuerzo propio de la vida escolar, esos chicos no siempre acertarán a vislumbrar de modo permanente la utilidad y los bienes asociados a esos estudios. O, por lo menos, no siempre los verán con tanta pasión como la del enamorado que espera ilusionadamente casarse con el objeto de sus amores.

        Algunos de esos chicos -no demasiados- estudiarán con una gran ilusión, y tendrán presente ese lejano bien que confían alcanzar. Pero muchos otros lo harán fundamentalmente por sacar buenas notas, agradar a sus padres, eludir un castigo o cosas semejantes. Son motivos que no parecen muy elevados. Y es cierto que hay que descubrirles bienes o fines más altos, pero no conviene ser utópicos. Ya irán descubriendo poco a poco la razón de esos estudios, y llegará un día en que comprenderán claramente su necesidad, y se alegrarán de haber aprovechado la oportunidad de no ser unos analfabetos. Nadie podrá indicar el día y la hora en que terminará una visión y comenzará la otra. Sin embargo, el cambio va teniendo lugar conforme se acerca a la posesión de la recompensa, que entonces ya desearán y agradecerán por sí misma.

        Los educadores demostrarán su maestría sabiendo despertar en los alumnos esa pasión por aprender, haciéndoles vislumbrar el fin por el que se están esforzando. Motivar a los alumnos haciéndoles pensar en un premio futuro no tiene por qué ser algo corruptor. Puede ser la clave de la verdadera motivación.

        Y algo parecido sucede con la llamada natural del hombre hacia el bien. El anhelo de alcanzarlo está en nuestra naturaleza, aunque quizá no lo hayamos descubierto en muchos de sus aspectos, y nos falte motivación o conocimiento. Puede que haya momentos en que no veamos claras las ventajas de hacer el bien, que quizá se nos antoje vago y lejano, frente a las concretas y cercanas ventajas del mal. No es mala cosa en esos momentos pensar en el premio prometido. El acierto de nuestra vida depende radicalmente de nuestra capacidad de descubrir el bien y de decidirnos por él.