Los hombres buenos

Pedro de Miguel, exdirector de la revista Nuestro Tiempo, falleció el lunes tras más de un año de enfermedad.
J. A. PÉREZ AGUIRRE
Asesinato en la catedral
T. S. Eliot

        Terminaron mis letras tortuosas, porque terminó una agonía. Tres mensajes me anuncian la muerte de un amigo, Pedro de Miguel, después de más de un año de enfermedad.

        No necesitaba que me anunciaran lo que sabía dentro de mí esta mañana. Leí Tiempos modernos, dupliqué la dosis de café, amaneció, fui a misa como quien asiste a un funeral y luego caminé mucho con una meta. Me acerqué hasta un prado de la costa montevideana. La marea del río estaba muy baja, soplaba un viento frío, 7ºC.

        Le llamé hace un mes por teléfono para pedirle permiso de visita (nosotros éramos/somos/seremos así). Hablé con lo que quedaba de su voz.

        — Peter, ¿estás visitable? (Había viajado a Pamplona por si me decía que sí, para aparecer al momento).

        — No…, mejor no…

        (Había que esforzarse para encontrar al hombre detrás de aquella voz).

        — ¿Estás hecho puré?

        (Mi paradigmática torpeza para hablar con los enfermos).

        — Sí…, muy puré, muy puré.

        (Estas palabras hay que oírlas, no leerlas. Si le hubiera llegado el aliento, hubiera añadido al segundo puré el jeje de una sonrisilla. Sé que le gustaba mi tosquedad vasca).

        Quien pierde a alguien que quiere se convierte de alguna manera en un guardián, en la memoria viva de la memoria. Y en el fondo sabe que no está dicha la última palabra. A él, a Pedro Luis de Miguel, lo llamábamos Peter. Hoy, sentado en el pasto, yo guardaba el setal de perrechicos uruguayos, la especie de hongo favorita de Peter. Yo nunca sospeché que creciera en estas latitudes. Pero en mayo encontré la documentación y el lugar.

        Hace un mes esperaba darle esa sorpresa boba, que era una manera de hablar entre nosotros.

        Pensaba, también, en la última ocasión que fuimos juntos a Pirineos para recolectar perrechicos, un hermoso día de mayo de 2006. Aquel día encontré un nuevo setal de perrechicos, un corrillo que crecía en un lugar donde antes nunca habíamos recolectado las setas. Peter, muy contento me dijo:

        — A estos corros que no conoce nadie en mi pueblo los llamábamos callanderos, porque el que los conocía no decía ni mu.

        Y pensaba en su muerte tempranera, en el hueco que ha dejado en este mundo, en la tentación del Bien, y en que nunca lo entenderé todotodotodo, pero hay algo completo en todo esto: una vida plena y muchos guardianes de la memoria. (Y esa especie de guardia pretoriana de los hombres buenos que se fueron también sería una forma extravagante de hablar de la Comunión de los Santos).

        He pasado un buen rato junto al setal callandero montevideano. Sentado en la hierba quemada por el frío. Espero la ultima semana de septiembre. La primavera de este hemisferio puede darnos una sorpresa.