Sobre el perdón
Miguel Aranguren
ALBA, 30 de marzo 2007
Manalive

 

 

Todos los buenos han sufrido y perdonado

        El pasado domingo salí de misa con un cosquilleo inquieto. El Evangelio y la posterior homilía versaron sobre el amor al enemigo, bien ejemplificado por Jesús a su auditorio de gente pendenciera, envidiosa y rencorosa, tan parecido al que formamos hoy los hombres y mujeres del siglo XXI. Explicaba el oficiante que querer a quien nos quiere no es amar, sino un sencillo corresponder. Que amar es, precisamente, desear el bien a quien nos hace daño, ofreciéndole de manera gratuita no sólo nuestra oración y buenos deseos, sino nuestra hacienda y nuestro tiempo.

        Jesús, que jamás pecó de iluminado porque fue un hombre –perfecto hombre- con los pies bien asentados en el suelo, mostró de forma perfecta en qué consiste el amor cristiano. Después de su detención injusta, de un proceso ignominioso, de los golpes, la flagelación, las burlas y el escarnio. Después, incluso, de haber sido clavado a un madero para morir como un criminal, intercedió ante su Padre para que perdonara a aquella canalla.

        Ante tamaño ejemplo, ¿podremos seguir murmurando del jefe cuando hacemos corrillo alrededor de la máquina del café o distanciarnos de aquel familiar que se llevó el reloj del tatarabuelo Anacleto sin que le correspondiera en la herencia? ¿Podremos desear el mal a quien se pasa la vida provocándonos desde la tribuna del poder? ¿Y difamar al que nos despidió del trabajo sin motivo? ¿Y desear el peor de los males al que intenta imponer su tiranía desde la trinchera cobarde del terrorismo? …

        Al recorrer la memoria de los santos, uno descubre que ninguno de ellos se libró de la calumnia ni de la envidia. Baste, como botón de muestra, la semblanza de san Pío de Pietrelcina, a quienes algunos superiores sometieron a vejaciones sacrílegas. Sin embargo, de su boca jamás se escapó un solo reproche, porque su alma se alimentaba del perdón, a pesar de las muchas lágrimas que lloró en soledad.

        Testimonios como el del padre Pío demuestran que la paz interior sólo se logra cuando disculpamos a quien nos hace daño, una disculpa que, por supuesto, no exime de la reparación que en justicia corresponde.