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Varias
familias se reúnen una vez a la semana, los martes, para rezar
por la curación de una niña que sufre una grave forma
de leucemia. Rezan los niños y rezan los padres. A veces le toca
a algún papá dirigir un misterio del Rosario, y tiene
que acudir en su ayuda la hija pequeña para enseñarle
cómo se reza el Ave María.
La noticia de la leucemia de una niña de 7 años produce una honda impresión. Esa niña, Audrey, había nacido en Francia en 1983. Su niñez había sido normal: alegre, inquieta, pero con una profundidad espiritual entre infantil y madura, en la que destacaba un coloquio íntimo y natural con Dios. En el verano de 1990 la familia nota que Audrey va poco a poco desgastándose. Se hacen los primeros análisis y se descubre la leucemia. Inician los tratamientos: quimioterapia, radioterapia, pastillas, inyecciones. No es fácil convivir con tantas medicinas, con las reacciones del cuerpo ante un continuo asalto de sustancias extrañas y de radiaciones más o menos intensas. El cabello cae, los dolores son insoportables. Hay momentos en los que Audrey pasa continuamente al baño para vomitar. A lo largo del recorrido por distintos hospitales y en una dramática lucha contra la muerte, Audrey ha concordado con su madre una estrategia: vivir al día. Mamá, lo que vamos a hacer es lo que dice Jesús en el Evangelio. Seremos como los pajaritos del cielo. Vamos a vivir al día. La enfermedad sirve a Audrey, en su mundo infantil, para reforzar su sueño más acariciado: llegar a ser una santa carmelita. Incrementa, además, sus oraciones por los demás. Cuando le dicen que hay un grupo de familias que reza el Rosario por su curación, responde con sencillez: Rezaré el rosario con todos desde el hospital y lo ofreceré por cada uno de ellos. Su oración se hace especialmente intensa cuando se trata de pedir por las vocaciones. Sabe que hay monasterios que no han visto durante años la llegada de ningún joven que quiera dar su sí a Dios. Sabe que los sacerdotes hacen un bien inmenso al mundo. Por eso pide para que muchos sean generosos, para que haya sacerdotes, religiosos y religiosas. Los médicos proponen realizar un último esfuerzo: un transplante de médula. El donador será Henry, un hermanito de Audrey. Tiene cinco años, pero da su sí (desde luego, con sus padres) con mucha alegría: Jesús nos pide que demos la vida por nuestros amigos. Audrey es mi hermana y, total, sólo me pide un poco de médula. Son momentos decisivos, de esperanza y de angustia. Después del transplante, tardan en verse señales positivas. Semanas después, unos glóbulos blancos sanos llenan de júbilo a todos. Parece que la medicina ha logrado la victoria... Pero en mayo de 1991 se produce una fuerte recaída. La ciencia había llegado hasta donde podía llegar. Sólo queda rezar y esperar un milagro. Rezar... ¿Y si todo fracasa? ¿Qué pensarán quienes han empezado a rezar por una niña si un día descubren que la oración no ha servido para nada? La enfermedad avanza inexorablemente. Un día comienza un extraño temblor de la mano. El pequeño cuerpo de Audrey, sometido a tantos tratamientos, va poco a poco hacia la ruina. El corazón, en cambio, sigue en pie, consciente: hay que vivir al día. Muchos se dan cuenta de que pronto llegará la despedida. Notan algo especial en esta niña de 8 años, en sus ojos, en sus palabras. Personas conocidas y desconocidas van a ver a la niña. Le piden una oración: por una vocación, por una persona con problemas, por esto, por lo otro... Audrey, un día, pregunta a su madre: ¿puedo rezar por todos juntos? Su madre le dice que sí. Audrey no queda contenta. Decide, al final, que pediré por cada uno, en particular. El 1 de junio de 1991 recibe la confirmación. Desde entonces, pide confesarse con frecuencia. Su madre desearía que no lo hiciese casi cada día. Pero Audrey responde: Mamá, cuando uno ha hecho la confirmación, sabe perfectamente lo que está bien y lo que está mal. Son las últimas semanas. Cada mañana reza, dedica sus mejores momentos para Jesús. Quizá ya es consciente de que el final de la vida en la tierra está cerca. Un día de agosto, cuando rezaba en familia, dirige su petición: Por las mamás que pierden un hijo, para que comprendan que ese hijo suyo es un pequeño servidor de Cristo en el Cielo. En agosto, Audrey se había despedido de sus amigos y hermanos. Sus últimas palabras fueron para su madre, después de que le había humedecido los labios con un poco de agua de Lourdes: Gracias, mamá. Luego pasa por largos momentos de inconsciencia. Por fin, el 22 de agosto, día dedicado a María Reina, deja este mundo, vuela hacia Dios. Un grupo de niños se reúne para celebrar una misa por el eterno descanso de Audrey. Los acompañan sus padres. Muchos de ellos habían rezado, los martes, por esa niña que tenía leucemia. Quizá ahora, más que nunca, necesitan comprender que sus oraciones sí han sido escuchadas, aunque tal vez piensen lo contrario. El sacerdote mira a los niños y les habla con ternura: En el largo camino de una vida, hay algunos que mueren jóvenes porque Dios les concede la gracia de ir más rápido que otros. Hay pequeñas criaturas que aceleran y corren hacia Jesús mucho más rápido porque Dios las atrae hacia sí con mucha fuerza y estas pequeñas criaturas dicen que sí a Jesús... Audrey creció muy rápido, pero siguió siendo como un pajarillo del cielo. También sus padres y sus hermanos tuvieron que hacer un camino profundo, intenso, para tocar un misterio que para muchos es incomprensible. Han pasado ya varios años desde que murió Audrey, pero su recuerdo, como el recuerdo de tantos niños que vuelan pronto hacia Dios Padre, nos ayuda a mirar al cielo. Ese recuerdo nos ayuda a soñar: algún día también nosotros podremos volar, como los pajarillos, hacia la Casa, hacia la Patria del cielo. | |||||
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