Fama y modestia
Joan Fontrodona
Profesor de ética empresarial del IESE
Universidad de Navarra
ABC (Cataluña)
Liderazgo personal
José María Cardona Labarga

Difícil de llevar

        Tener fama no es necesariamente malo. Es el reconocimiento social a una buena conducta. Cuando necesitamos acudir a un buen profesional, preguntamos por alguien que tenga fama de hacer las cosas bien en esa profesión; vamos a un restaurante o a un hotel que tenga fama de que allí se come bien o dan un buen trato. La fama la otorga la sociedad –no se puede comprar; hay que ganársela– y, a cambio de recibirla, uno se convierte en modelo de conducta. La fama tiene que ver mucho con la dignidad de las personas. Por eso la difamación es algo malo, y por eso también todo el mundo tiene derecho a la fama, al buen nombre. Lo malo es que la fama no tiene muy buena fama. Ser famoso hoy en día es casi sinónimo de ser superficial, coleccionista de escándalos –cuando no, de haber cometido algún pequeño o grande delito–, carne de cañón de los programas de cotilleo y de las revistas del corazón. Lo que se dice 'vivir del cuento', vamos.

        Ser famoso no debe ser nada fácil de llevar. No me refiero ya a la mala fama (de la que algunos hacen su modo de vida); incluso la buena fama (aquella que se ha ganado con el esfuerzo de hacer las cosas bien) debe ser difícil de asimilar. Hace unas semanas coincidí en un avión con un conocido jugador de baloncesto, que no paró de dejarse hacer fotos y de firmar autógrafos en todo el viaje. Me admiró la paciencia y la buena cara con la que llevó la carga de ser famoso.

Notoriedad y pudor

        Recuerdo que hace año, cuando empezaba a estar de moda que los jueces ocupasen las primeras páginas de los periódicos y se escribiesen libros sobre ellos, un colega nos contó que su padre, juez también, le había comentado en una ocasión, muchos años antes, que para que la justicia funcionase bien era preciso que la gente no supiese poner cara ni nombre a los jueces. Era como decir que la justicia funcionaba mejor desde la discreción y el anonimato, y que la notoriedad y la fama podían desorientar a quienes debían impartirla. Esto mismo podría decirse de cualquier profesión con un mínimo de presencia pública. Hace unos días, en la entrega de los premios Príncipe de Asturias se citaba la modestia como una cualidad de los integrantes de la selección nacional de fútbol. Y famosos, desde luego que lo son.

        La fama exige una cierta notoriedad y presencia pública. ¡Yo tengo mi pequeño momento de fama en esta columna que escribo cada tres semanas! Esa comparecencia pública en los foros que corresponden a la profesión y oficio de uno es imprescindible, y puede incluso ser muy buena y necesaria. Pero cuando esa fama le hace a uno perder el pudor y la modestia, envalentonarse, y dejarse ver por lugares y foros que no le corresponden, hay que empezar a preocuparse, porque la fama puede empezar a subírsele a la cabeza y desnortarle. Tengo para mi que, si hiciésemos un estudio, encontraríamos una fuerte correlación entre 'aparecer donde uno no debe' y bajar de rendimiento en la propia profesión. Si esto es así, ya tengo la solución para este año (aunque no sé si es muy ética...): que Mourinho haga cuanto antes un anuncio publicitario; si no, lo tenemos crudo.