En el hospital
Enrique Monasterio
La cultura de la vida

 

 

 

Aprovechando mañana de domingo

        A la espera del comienzo de curso, he procurado encontrar algunos huecos para ver enfermos. Ayer por la mañana estuve en dos hospitales: uno, antiguo, con monjas en plantilla y necesitado de una mano de pintura; el otro, moderno y gigantesco. En este último, a diez o doce kilómetros de Madrid, está ingresada esa antigua alumna de mi cole por la que hemos rezado tanto, y seguiremos rezando.

        El edificio es colosal. Desde el aparcamiento hasta la habitación de la enferma es posible que haya recorrido más de un kilómetro. Por un momento me imaginé que estaba en la terminal de un gran aeropuerto internacional: los pasillos, los módulos, las salas de espera, los monitores que anunciaban el turno de los enfermos de día, las escaleras mecánicas, los ascensores…, todo parecía tan eficiente como impersonal. Sólo faltaba el ding-dong de los altavoces y las cintas trasportadoras de los equipajes.

        Al entrar en la habitación, nuestra amiga me miró de reojo con el mismo gesto un pelín despectivo que ponía a los 15 años. Es su forma de disimular cuando se emociona; pero a mí no me engaña. Yo también sé poner caras si me lo propongo.

        Apenas hablamos cinco minutos. Estaba cansada y los médicos querían torturarla un poco más esa mañana; así que tuve que hacer mutis por el foro; pero me dijo que es consciente de que hay mucha gente rezando por ella.

        De pronto entró una enfermera, diciendo "hola, don Enrique” y resultó ser también antigua alumna de Aldeafuente. Me dio mucha vergüenza no reconocerla a la primera, pero me emocioné un poco y casi me delato. En pocos segundos recuperé el prestigio perdido demostrando que recuerdo a todas las de su promoción, y que sé dónde y cómo está cada una.

        Esto de las emociones me preocupa. Antes yo era un tipo frío e insensible. La vejez me está reblandeciendo. Sólo Kloster conserva la dignidad.