Vicente aquí viste de gris
Vicente Garín
"Se diría que nos estaba esperando. Mi hermano Manolo y yo llegábamos por primera vez a 'Gaztelueta', el que habría de ser nuestro colegio durante los años siguientes. (...)
Vicente sigue en Gaztelueta desde 1951; pero hoy he recibido un mail: está muy grave".
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

 

 

Bueno para cualquier tarea

        Estaba en pie, junto a la puerta del chalet. Era rubio y muy joven; llevaba una chaqueta marrón de sport, pantalón gris y unas gafas elegantes sin montura. Se diría que nos estaba esperando. Mi hermano Manolo y yo llegábamos por primera vez a “Gaztelueta”, el que habría de ser nuestro colegio durante los años siguientes, y Vicente nos preguntó nuestro nombre, nos dio la mano como si fuéramos personas mayores y nos invitó a pasar. Aquel saludo cordial y respetuoso puede parecer poca cosa, pero fue la primera lección que recibí en el colegio.

         Vicente tenía entonces 29 años recién cumplidos. Valenciano y con la carrera de Ciencias Químicas apenas estrenada, se dejó embarcar en una aventura pedagógica y también apostólica que estaba destinada a cambiar muchas cosas en la enseñanza Media en España. Eran muy pocos los que la comenzaron y todos demasiado jóvenes para no ser audaces; casi ninguno había cumplido los treinta años: Isidoro Rasines, José Luis González Simancas, Antonio Salgado, Wladimir Vince, José Antonio Sabater, Pedro Plans, Jesús Urteaga, Álvaro Calleja… Va siendo hora de hablar de cada uno, con la discutible objetividad de un antiguo alumno que sólo guarda buenos recuerdos de aquellos grandes maestros.

         Vicente nos enseñó la casa; nos leyó y tradujo la inscripción latina que aparecía en el frontal del altar de la capilla: “Vidimus stellam eius in Oriente et venimus adorare Dominum”; nos explicó el sentido de aquel misterioso lema que rodeaba el escudo de Gaztelueta, “sea nuestro sí, sí; sea nuestro no, no”, y, antes de despedirnos, nos pidió que le ayudásemos a montar una lámpara de cristal, una especie de rompecabezas que nos llevó casi una hora. Nuestra ayuda fue más bien un estorbo, pero lo pasamos la mar de bien con aquel insólito profesor que lo mismo daba lecciones por los pasillos que jugaba con unos críos como yo mismo.

         Pasó el tiempo y Vicente no envejecía; crecía con nosotros. Cuando tuve un accidente muy grave que a punto estuvo de costarme la vida, Vicente estuvo a mi lado. Ahora le pido perdón por haberlo llenado de sangre aquella tarde.

Y ahora se muere

         El cabello rubio fue blanqueándose sin que apenas nos diéramos cuenta, pero no perdió un ápice de su elegancia ni de su señorío. No fue el profesor más brillante, ni el más popular; pero se hacía difícil no quererlo. Quizá era un poco tímido, no lo sé. Tal vez es que sabía embridar su corazón para que no se le fuera con los centenares de alumnos que pasaron por sus clases.

         Sólo un día lo vi emocionarse. Yo acababa de ordenarme sacerdote y aparecí en Gaztelueta para celebrar mi primera Misa solemne. Vicente estaba de nuevo de pie junto a la puerta del chalet. Juraría que también entonces tenía una chaqueta marrón y unas gafas sin montura. Me vio llegar y no dijo ni una palabra; sólo un abrazo largo y muy fuerte. Al soltarme le miré a los ojos y me lo dijo todo en aquella mirada.

         Vicente sigue en Gaztelueta desde 1951; pero hoy he recibido un mail: está muy grave. Si no hay un milagro se nos irá en pocos días o en pocas horas. Tiene 86 años. El Señor le está esperando en el Cielo para darle un gran abrazo como el que me dio a mí en 1969.

         Acabo de celebrar la Santa Misa y lo he tenido muy cerca.