Una lección entre las ruinas
De alegría en el dolor vivido con optimismo y esperanza, aprovechando los últimos días para seguir amando: lo único que vale la pena y lo único que en ningún caso se pierde.
Alfredo Ortega-Trillo
Surco

 

 

Entre recuerdos en ruinas

        Sobre el boulevard Agua Caliente de Tijuana transitan los carros, indiferentes al gran cascajo de la construcción semidemolida de lo que fuera el coloso de Calette, una de las empresas más prósperas de Baja California y de las fábricas y almacenes de pinturas y barnices más grandes del país.

        Aún sobresale por encima de las ruinas la torre de control de calidad donde el Ing. Marte Rodríguez Lastanau, asomado a la mirilla de un espectrofotómetro calculaba las concentraciones y el brillo de las pinturas que pintaron las casas de Tijuana por varias décadas.

        Amanecía. Flanqueé el muro deshecho y caminé hacia el recuerdo por un sendero de cristales rotos y libros de contabilidad regados por el suelo. Sobre uno de los mostradores una carpeta abierta enumeraba las reglas de una administración exitosa. La cerré con la mano como quien cierra los ojos de un muerto.

        Crucé los patios abandonados mientras un gato movía un bote vacío, y llegué hasta la torre de control de calidad, donde varias veces fui a enseñarle a mi amigo Marte mis fotografías del invierno en Minnesota y a distraerlo con mis proyectos personales, correspondiendo a la amable atención que ponía en mis palabras. Subí los peldaños de la escalerilla cuidando de no poner el pie en un clavo o en un pedazo de vidrio.

        Llegué arriba a la oficina ya sin techo. En lo que quedaba de una pared colgaba el cuadro de colores en el que Marte, divirtiéndose con mi curiosidad, me había enseñado con el índice las gradientes de los tonos. Su silla y su escritorio sobrevivían al naufragio como dos tablitas en el mar. Abajo, por una ventana desencajada, la ciudad despertaba a la impaciencia de un futuro que parecía llevar prisa en el tránsito matinal.

"Al sentirse descubierto"

        El cáncer lo fue crucificando en su casa y desde el otoño austral del 94 yo le escribí la última carta desde el asiento de un autobús diminuto en la inmensa pampa patagónica con los Andes de fondo. Decían las últimas líneas: "Alégrate favorito de Dios ¿ya viste quien está en la Cruz contigo?" Marte murió ese mismo año.

        Hoy me da por recordar su amistad como yo la viví, como una revelación. A cinco años de conocernos nos dimos el abrazo de Año Nuevo al salir del Yogurt Jardín de Playas de Tijuana, que resultó ser el de nuestra despedida. Al estrecharlo contra mí sentí que llevaba algo debajo de la ropa a la altura del pecho.

        — Es un catéter –se disculpó al sentirse descubierto. Tengo cáncer.

        — ¿Cómo? –Dije perplejo.

        — Desde hace cinco años.

        Entonces sacó de su chamarra un librito: "Surco" de José María Escrivá de Balaguer, y me lo regaló.

"Los muertos no se mueren"

        A los pocos días, asomado a la ventanilla del avión que me llevaba a Sudamérica comprendí que su amistad, al sesgo de cinco años, cobraba significado de lección. Había vivido los últimos años de su vida, aquellos en que yo lo traté, ocultando su enfermedad, y los había vivido volcado a los demás. Aún al mesero del restaurante que nos sirvió el último desayuno lo había mirado a los ojos, encontrándole alguna grieta en su trato para deslizar por ella la palabra amable y un "cómo están tus hijos".

        Los muertos no se mueren mientras haya quien los recuerde, y Marte Rodríguez Lastanau no es alguien fácil de olvidar, así haya borrado su nombre de mi agenda hace muchos años. Me gusta recordarlo como se recuerda a un amigo, pero también por rescatar su lección para quienes no tuvieron la gracia de haber cruzado en su camino.

        Marte luchó a brazo partido con el cáncer mientras daba su mejor cara al mundo. A través de su lucha me enseñó que aunque las enfermedades se empeñen en encerrarnos en la cáscara de nuestro propio dolor, siempre será posible romper esa cáscara para seguir dándonos a los demás hasta el último día de nuestra vida.