|
No
olvides, amigo mío, que somos niños. La Señora
del dulce nombre, María, está recogida en oración.
Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado,
un curioso, un vecino... Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me
escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena:
El Arcángel dice su embajada... Quomodo fiet istud, quoniam virum
non cognosco? ¿De qué modo se hará esto si
no conozco varón? (Luc., I, 34.)
La voz de nuestra Madre agolpa en mi memoria, por contraste, todas las
impurezas de los hombres..., las mías también.
Y ¡cómo odio entonces esas bajas miserias de la tierra!...
¡Qué propósitos!
Fiat mihi secundum verbum tuum. Hágase en mí según
tu palabra. (Luc., I, 38.) Al encanto de estas palabras virginales,
el Verbo se hizo carne.
Va a terminar la primera decena... Aún tengo tiempo de decir
a mi Dios, antes que mortal alguno: Jesús, te amo.
|