1.
¿Qué hombre no lloraría, si
viera a la Madre de Cristo en tan atroz suplicio?
Si su Hijo herido... Y nosotros
lejos, cobardes, resistiéndonos a la Voluntad divina.
Madre y Señora mía,
enséñame a pronunciar un sí que, como el
tuyo, se identifique con el clamor de Jesús ante su Padre:
non mea voluntas... (Lc XXII, 42): no se haga mi voluntad,
sino la de Dios.
2.
¡Cuánta miseria! ¡Cuántas
ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera...
Et in peccatis concepit me
mater mea! (Ps L, 7). Nací, como todos los hombres,
manchado con la culpa de nuestros primeros padres. Después...,
mis pecados personales: rebeldías pensadas, deseadas,
cometidas...
Para purificarnos de esa podredumbre,
Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo (cfr.
Phil II, 7), encarnándose en las entrañas sin
mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y
mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando
como uno de tantos, junto a José. Predicó. Hizo
milagros... Y nosotros le pagamos con una Cruz.
¿Necesitas más
motivos para la contrición?
3.
Ha esperado Jesús este encuentro con su Madre.
¡Cuántos recuerdos de infancia!: Belén,
el lejano Egipto, la aldea de Nazaret. Ahora, también
la quiere junto a sí, en el Calvario.
¡La necesitamos!... En
la oscuridad de la noche, cuando un niño pequeño
tiene miedo, grita: ¡mamá!
Así tengo yo que clamar
muchas veces con el corazón: ¡Madre!, ¡mamá!,
no me dejes.
4.
Hasta llegar al abandono hay un poquito de camino
que recorrer. Si aún no lo has conseguido, no te preocupes:
sigue esforzándote. Llegará el día en que
no verás otro camino más que Él Jesús,
su Madre Santísima, y los medios sobrenaturales que nos
ha dejado el Maestro.
5.
Si somos almas de fe, a los sucesos de esta tierra
les daremos una importancia muy relativa, como se la dieron
los santos... El Señor y su Madre no nos dejan y, siempre
que sea necesario, se harán presentes para llenar de
paz y de seguridad el corazón de los suyos.
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